BRUCE DAVIDSON Y EL PANTITLÁN SUBWAY
ARTE CULTURA FOTOGRAFÍA

BRUCE DAVIDSON Y EL PANTITLÁN SUBWAY

Es 1980. Tres infantes miran por la ventana del Subterráneo neoyorkino. Nos dan la espalda, están absortos en el paisaje detrás de un cristal rayado: una rueda de la fortuna se difumina a la distancia y las barras rojiblancas de la bandera se mesen con el viento. Pero, ¿de verdad están mirando algo estos chicos? O la incertidumbre de su futuro los mantiene inertes mientras sostienen una pelota, casi de su tamaño, y un Snoopy de peluche. “No siempre es fácil notar la diferencia entre pensar y mirar por la ventana”, decía el poeta Wallace Stevens.

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Bruce Davidson / Subway, 1980.

La escena del trío de niños soñadores es una foto de Bruce Davidson (Illinois, 1933) y es parte de la serie Subway. Durante cinco años el fotógrafo estadounidense se sumergió entre los hedores y los grafitis del Subterráneo de Nueva York. Con el objetivo de retratar el esplendor y la monstruosidad de las entrañas de la ciudad que nunca duerme.

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“Ya abran polis hijos de la chingada, parecemos reses”, grita un hombre panzón con dientes amarillos. Llevamos diez minutos encerrados en uno de los pasillos del Metro Pantitlán. Una reja empolvada nos mantiene erectos, juntos como muéganos quemados y prietos. Somos tantos a las 7:30 de la mañana que si nos dejaran pasar a todos, decenas caerían a las vías.

Los chiflidos que recuerdan a las jefas no paran. También le entro al desmadre y silbo sacando los dientes y apretándolos contra mi labio inferior. “Déjenme pasar, mi vieja ya va a dar a luz”, grita un carnal al fondo. Todo el rebaño ríe al mismo tiempo. Un policía de la bancaria tiene un pie sobre la reja y los ojos pegados a su smartphone. Nos ignora a todos. Un ruco de corbata roja y anteojos le clava la mirada, luego le suelta en el rostro “órale pinche puerco ya abran que se nos hace tarde”. Pasan unos minutos. Las rejas mugrosas se mueven y la estampida comienza.

Una señora es aplastada contra la espalda de un gordo. Todos corren para ganar un lugar en las escaleras eléctricas. El poli de la bancaria le regresa la cortesía al godínez de anteojos, pero nos incluye a todos: “Párense más temprano, pinches huevones”. Los pocos que escucharon el alarido del de boina roja se detienen y le mientan la madre. Me arde reconocer que, por lo menos en mi caso, tiene razón. Me quedé dormido. Pero que chingue a su madre.

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Cuando Bruce Davidson tenía diez años, su madre le construyó un cuarto oscuro en el sótano. Ese fue el origen de una de las miradas más sinceras y emblemáticas de la Agencia Magnum a la que se unió en 1958, por invitación de Henri Cartier-Bresson que después se convertiría en su maestro y amigo.

“Encontré mi camino en la vida a través de la lente de la cámara. La usé para plasmar mis sentimientos sobre el mundo”, dijo alguna vez Davidson. En sus primeras series: Los Wall (1955), La Viuda de Montmartre (1956) y El Enano y El Circo (1958-1967) logró una intimidad que solo la empatía y la paciencia pueden dar. Las fotografías de Bruce no valen por lo que está a la vista, sino por todo el tiempo y las emociones que conservan detrás.

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Bruce no tiene prisa. No es un extraño para quienes retrata. Antes de soltar el primer disparo ha dicho cientos de palabras y escuchado el doble. Se sumerge en la cotidianidad de las personas, las conoce, las trata de entender, no las juzga, ni las victimiza y luego, cuando la complicidad es mutua, dispara su Leica.

“Vengo a retratar la vida en el gueto”. Fueron las palabras que Davidson pronunció cuando llegó a Harlem, allá por los años sesenta. “Lo que tu llamas gueto, es mi hogar”, le contestó uno de los cientos de afroamericanos y latinos que habitaban una de las zonas más marginadas y consideradas “violentas” de la época.

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En Calle 100 Este (1966-1968), Davidson acompañó durante dos años a los habitantes de Harlem, Nueva York. Vivió junto con ellos el Congreso de la Igualdad Racial, decenas de manifestaciones y represiones que invadieron las calles. Cambió su Leica por el gran formato, en el que no existe la proximidad forzada y logró una cercanía tremenda. Los vecinos de Harlem le apodaban “el hombre de la cámara”.

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Las escaleras del Metro Pantitlán son una cascada de lonjas, mochilas y piernas soñolientas que se mueven con pereza. El andén está repleto. Los arrimones entre varones son obligados, o por lo menos, los que doy y recibo. El tren se asoma y todos nos amontonamos calculando el lugar donde se estacionará la puerta. Pero fallamos. La vastedad de un cuerpo pálido y con vellos en la espalda nos arrastra lejos de la puerta. “No más no empuje pinche viejo”, le reclama al gigante un joven escuálido. Deshuesado.

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El gigante pálido lo mira con coraje, pero se mantiene en silencio. “¿Qué güey? ¿Qué?”, continúa Deshuesado. Las puertas se abren. La marea humana se estrella contra un arrecife anaranjado. Los zorros más astutos ya están sentados. Godínez, obreros, estudiantes y vagoneros gritones intentan ganar un asiento. Ir sentado a esas horas en el Metro es un pase VIP con el que te puedes dar ciertos lujos, como dormir con la cabeza recargada en la ventana.

Deshuesado se quedó fuera. El vagón suelta un chirrido, las puertas están por cerrarse. El gigante pálido está parado frente a la puerta, esperará al otro tren. Deshuesado lo avienta, pero ni siquiera lo mueve. “Quítese de la puerta pinche gordo”, lo insulta. Imagino a Deshuesado desmayado tras un madrazo del gigante. Pero este no contesta, se limita a mirarlo sin ningún gesto en la cara.

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“Señores usuarios, permitan el libre cierre de puertas”, refunfuña una voz con cara de taquillera. Deshuesado se aferra a entrar y detiene las puertas, pero en los forcejeos pierde un tenis. Las puertas se cierran. Su Nike derecho se quedó fuera, sobre la línea amarilla. El gordo pálido tiene la chancla en sus manos. Sonríe. “Qué lo aviente a la chingada”, pienso. Deshuesado lo mira a través de la abertura en la puerta y por primera vez guarda silencio. El tren se mueve. El gigante estira su mano y regresa el tenis por la ventana del vagón. “Pinche puto”, dice Deshuesado mientras se abrocha las agujetas.

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Para Subway, Bruce Davidson descendió al infierno neoyorkino de los ochenta y logró retratar, con una película Kodachrome 64 cargada a su cámara, la sensualidad de las drogas, la dureza de la violencia y la soledad entre los vagones del Subterráneo de La Gran Manzana.

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Era un inframundo lleno de grafitis y luces fluorescentes. Donde los Corredores de bolsa y pandilleros de Harlem compartían asiento. Los ricos de Manhattan se topaban de frente con dealers afroamericanos. Bruce retrató a todos con la misma intensidad. Logró una gama cromática que revela una crudeza palpable. Casi se puede oler la esencia del corazón de Nueva York.

Una mujer ciega toca el acordeón delante de un hombre que duerme con la cabeza agachada casi hasta sus rodillas. Tiene una mano torcida y sus parpados se aprietan con fuerza. «Well damn» se lee al interior del vagón junto a la anciana invidente y peliblanca.

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Davidson disfrazó la decadencia sombría, pero paradójicamente colorida, de los túneles del Subway neoyorkino. El hombre de la cámara nos obsequió una mirada nueva, cruda y sincera de lo que cotidianamente no merecía ser retratado. Bruce logró extraer el encanto de los infiernos profundos con imágenes alucinantes.

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El Metro arriba a la estación Pantitlán. Hay un hombre sentado al final del vagón, tiene el rostro hosco y afligido recargado en la ventana, casi no se mueve. Sus ojos están clavados en el paisaje. Esta asomado por un hueco de luz al interior de su cabeza. Contemplando los sueños de los tres niños que Bruce Davidson retrató en el Subterráneo de Nueva York. Mirar por la ventana, sin tiempo y sin observar lo que vemos, es una de las formas de la melancolía.

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Miguel J. Crespo

Estudiante de periodismo en la Carlos Septién García. Mi pasión es caminar sin dirección alguna. Se me facilita perderme por lugares que ya conozco. Hago fotografía porque creo que la literatura es su fiel compañera. Me deleita la poesía de Novalis y la prosa de Fernando Benítez. Pambolero de barrio. Siempre he creído que no estoy viviendo, porque la vida es efímera.