Estamos en la época del periodismo. Su lenguaje, su forma, sus métodos y técnicas de investigación, predominan en la actualidad en la labor de escritores de ficción y de no ficción, de ensayistas y poetas, de novelistas e historiadores.
Nadie puede negarlo, las pruebas están por doquier. Considerado mucho tiempo como un oficio menor —si el juicio era benevolente—, un advenedizo o una verdadera plaga, el periodismo se ha desarrollado, tomando fuerza y, lo más importante, se ha profesionalizado, ha perdido el miedo y se ha ganado el favor del gran público.
Todavía hace unas cuantas décadas, escritores como Truman Capote, uno de los principales artífices del moderno periodismo-literatura, lamentaba en una entrevista concedida a New Yorker:
“La decisión de escribir A sangre fría estaba basada en una teoría que he abrigado desde que empecé a escribir profesionalmente (…). Me parecía que el periodismo, el reportaje, podía ser obligado a producir una nueva forma de arte seria, la novela de no-ficción, como yo pensaba de ella. No obstante, en conjunto, el periodismo es el menos explorado de los medios literarios”.
EL FOTOPERIODISMO A TRAVÉS DE LA LENTE DE ROBERT CAPA

Estos primeros años del siglo XXI son testigos de la consolidación del papel protagónico del periodismo en todos los ámbitos del quehacer literario. Muchos escritores son —o han sido— periodistas. Y siguen escribiendo como tales.
La imagen del reportero que lo era porque “no podía ser escritor” ha sido ampliamente superada. E. L. Doctorow, en su discurso de aceptación por el premio a la mejor novela de 1975, concedida por el National Books Critics Circle, de Estados Unidos, expresó:
“Ya no existe la ficción o la no-ficción; solamente la narrativa”.
Quienes no son periodistas buscan escribir como tales. Quienes lo son, no lo ocultan. Ricardo Garibay, autor de 46 libros e incontables artículos aparecidos en periódicos y revistas, y un importante papel en el cine y la televisión como conductor y guionista, dijo:
“Yo siempre traté de hacer con el periodismo literatura; yo perseguí siempre en los reportajes, en las crónicas, la existencia de personajes, de anécdotas (…) La anécdota, el personaje, son los componentes principales de la literatura, que es la creación de personajes, cuento de anécdotas, qué pasó y cómo, quién lo hizo; eso perseguí siempre.”
FOTÓGRAFOS MEXICANOS QUE CAMBIARON EL RUMBO DEL FOTOPERIODISMO
Paco Ignacio Taibo II, escritor de amplia, variada y fructífera trayectoria, aseguró alguna vez que el periodismo es lo que da forma a su trabajo periodístico.
Tenemos que la supuesta diferencia entre periodismo y literatura, esa barrera mental casi infranqueable, ese apartheid intelectual que pretendió convertir al periodismo en género de segunda clase y a los periodistas en escritores frustrados, solamente existe en la imaginación —en el sentido más amplio de la palabra— de críticos y puristas, de guardianes de modos y formas superados no solamente por el desarrollo de la cultura y la sociedad, sino por la calidad, recursos y eficacia comunicativa de escritores y periodistas.
¿Cuándo se rompe esta barrera? ¿Cuándo alcanza el periodismo literatura esa independencia y reconocimientos? En el siglo XX, ya conocido como el siglo de la comunicación, en el que el auge del proceso informativo, de la fiebre por saber más, por tener datos, pone a una mayor parte del público frente a periódicos y revistas.
Esta democratización de la “sed de lectura” adquiere gran fuerza gracias al desarrollo del reportaje y del indudable debilitamiento de un periodismo tradicional que se limitaba a “contar hechos” en vano intento por ceñirse a una imparcialidad inalcanzable, a una objetividad irreal, inalcanzable por definición.
La gente de este nuevo siglo XXI ya no tiene que recurrir a la prensa escrita para estar informada, pero lo sigue haciendo para enterarse de los detalles, de la sustancia de lo que ocurre, y esto da pie para que la literatura hecha a la manera del periodismo adquiera fuerza y permanencia.
PEDRO VALTIERRA: UNA PIEZA CLAVE DEL FOTOPERIODISMO MEXICANO
Alberto Paredes, experto en narrativa, asegura que “cuando el relato verbal esplende y obtiene su máxima riqueza expresiva, se llama literatura. Es un cuento, una novela, un diario”.
Así, la mera definición moderna derriba las barreras. El periodismo es literatura. Por supuesto, no todo el periodismo alcanza dicho estatus, de la misma manera que no solamente por estar impreso y empastado cualquier libro es automáticamente arte.
Aquí es donde el periodismo se convierte en literatura en una doble vertiente. Por un lado, los escritos periodísticos —entendiendo por éstos los que aparecen en periódicos, revistas e internet con propósito de informar—; por otro, la novela y el cuento —de ficción o de no ficción—, que toman del periodismo su forma de narrar el mundo.
Personajes, anécdotas. Qué, quién, cómo, dónde, cuándo, por qué y para qué, los elementos fundamentales del “nuevo periodismo” que Estados Unidos regaló al mundo a mediados de siglo pasado para convertirlos en la base del periodismo moderno.
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“La diferencia más importante —escribe John Hollowell— entre el nuevo periodismo y el reportaje tradicional es el cambio de la relación del escritor con la gente y sucesos que describe. Tradicionalmente, el artículo noticioso directo está basado en la objetividad que requiere del compromiso de contar ambas partes de la historia y una impersonalidad por parte del periodista caracterizada por la falta de juicio de valores y adjetivos emocionalmente coloreados”.
En la presentación del autor de Las grandes aguas se recalca:
“Para referirse a Luis Spota es necesario hacer hincapié en su profesión de periodista dado que le ha provisto de una facilidad narrativa y, sobre todo para el estilo y la atmósfera de sus novelas, de una definida capacidad de observador de personas y sucesos, lo cual le permite manejar el cuerpo del texto con soltura y fluidez, dotándolo de una característica muy cara al lector: la amenidad. El interés sostenido a lo largo de sus tramas hace de sus novelas consumo de mayorías que ceden al atractivo del tratamiento del texto”.
Amenidad, interés, literatura para el gran público fruto de un trabajo periodístico, del empleo de un lenguaje que Gonzalo Martín Vivaldi identifica:
“Según Brian Steel, la característica más destacada del estilo periodístico es ‘la variedad de vocabulario, de los giros y de las construcciones gramaticales’. Esta tendencia a la variedad expresiva, característica del léxico periodístico, no es, a nuestro juicio, sino una consecuencia de la ineludible necesidad de exactitud, de precisión, de justeza: de utilizar la palabra exacta en el sitio preciso y en el momento oportuno”.
El periodismo como literatura significa libros escritos para muchos lectores, como es lógico suponer en sociedades que, aunque lejos de tener niveles óptimos en ese renglón, cuentan con decenas de millones de personas alfabetizadas y con capacidad tecnológica, económica y de mercado para la edición de grandes tirajes. Son libros escritos en un lenguaje periodístico que Vivaldi considera
“…tan vario como la vida misma. Son los hechos quienes hablan, al través de las palabras”.
Una buena demostración de esto la tenemos con lo acontecido con un clásico contemporáneo al que ya nos hemos referido, A sangre fría, sobre el que Hollowell escribe:
Aunque en los años 50 existieron promesas de un nuevo periodismo y a principios de los sesenta algunos de los periodistas experimentaron con técnicas novelescas, A sangre fría (1965) prestó una nueva seriedad a las pláticas acerca de un periodismo de más altura. Cuando se vendió casi inmediatamente su primera edición de 100,000 ejemplares, se convirtió en un fenómeno literario casi de la noche a la mañana.
El escalofriante relato de dos asesinos y una familia sacrificada en Kansas, el cual se desarrolló de un encargo para el New Yorker, atrajo lectores de todos los niveles de gustos. Aunque Capote insistió en la exactitud factual de todas las situaciones y el diálogo que describía, su narrativa, se leía más como una novela que como un relato histórico.
Tal vez más que el reportaje político de Norman Mailer, o más que el nuevo periodismo de Tom Wolfe, A sangre fría estimuló un debate crítico acerca de una nueva forma de literatura que continuó durante toda la década. Los críticos se preguntaban ¿un libro que recurre a documentos y registros oficiales es en algún sentido una novela? ¿Cuáles son las fronteras entre ficción y no ficción?
En completa armonía, periodismo y literatura; verdad y ficción; investigación e imaginación, son binomios que conforman la base del quehacer de los escritores, tal como en tiempos pasados fueron la historia, la filosofía, la política o el folklore. El mundo de este nuevo siglo es diferente y único. Nunca como ahora todos los seres humanos habíamos estado tan ligados a lo que ocurre en sociedades remotas.
Esta forma de literatura, si bien no nueva —sus antecedentes se remontan a unos cien años, su forma actual a medio siglo—, sí totalmente vigente, también supone la superación del prejuicio de que la literatura de masas o bestsellers son sinónimos de literatura chatarra, que las obras de arte solamente pueden ser comprendidas por un puñado de iniciados:
Es necesario aclarar que no se pretende que todos los bestsellers son buena literatura, ni que todo mundo comprende las obras de arte. Eso sería caer en el otro extremo.
Se trata, simplemente, de justipreciar el trabajo de escritores modernos y profesionales que cumplen con el cometido ideal de todo comunicador: comunican con una literatura que cada vez más se hace a partir del periodismo. Paredes afirma, cuando habla de los modos de narración:
El lector puede suponer que los acontecimientos son estrictamente ficticios (¡ah, esto es una novela, no ha pasado en mi mundo real!) o que tienen un referente externo (¡esto, en cambio, es un reportaje sobre la guerra de Vietnam!); referente intrínseco, en el primer caso y, en el segundo, referente externo.
Estos no son, propiamente, los modos de narración; podemos llamarlos algo así como el grado de realidad del relato asumido por el lector”. La diferencia para nosotros, si es que existe, apenas es de matiz. Como ocurre con las telenovelas, que para muchas personas son “la vida real”, la dinámica mediática de nuestra época hace que la ficción y la realidad pierdan sus fronteras definidas.
Lo anterior es un hecho que lejos de asustarnos, debe servirnos como ejemplo de que estamos cambiando. Nuestros sentidos se expanden en un grado que al mismo Marshall McLuhan podría asombrarle y con ello, la gente desea que lo que lee, aunque “sepa” que es ficción, parezca “real”.
“Cuando Daulton volvió después de disponer su siguiente reunión en la Ciudad de México, se encontró ante otra crisis en sus esfuerzos por no ir a la cárcel”, nos confía Robert Lindsey en su novela de no ficción El Halcón y el Hombre de la Nieve.. El hecho vale por sí mismo, no porque sea real o producto de la imaginación del escritor. Lo mismo puede decirse de lo que le ocurre a Vicente Leñero, autor y personaje de La gota de agua:
—No hay agua.
Con la mala noticia, el domingo 31 de enero amaneció definitivamente sucio. Pensé que me sería imposible abrir los ojos porque tendría los párpados pegados por legañas, duras como resistol.
Me sentí anticipadamente mugriento, sudoroso, oliendo a chivo, barbón. El cabello tieso, la cara escurrida, las uñas negras, el alma toda convertida en un costal de inmundicias que debería cargar durante la mañana entera, la tarde y la noche de ese domingo infeliz.
¿Cuál de estas historias es real y cuál ficticia? Ambas son “reales” en el sentido de que ambas ocurrieron; ambas son reales porque el lector está en ellas. El traficante de drogas en apuros y el periodista sin agua son partes de la historia y de la imaginación.
Paredes apunta:
“Todos los procesos de elaboración y organización textuales (…) operan lo mismo si hay un referente externo a reportar que si tratamos con una novela inventada por la imaginación del escritor: en ambos casos estamos ante el juego múltiple y prodigioso de que un conjunto de palabras vayan creciendo en frases consecuentes y armoniosas para que aquel que escuche participe en lo narrado y evoque en su mente la historia de esa acción bélica del el Vietcong o los afanes de Don Quijote.
Sabemos, por ejemplo, que hay una base histórica sobre la guerra de Ilión (y sabemos que nuestros datos son incompletos y de dudosa veracidad); pero es un hecho contundente en el legado cultural de la humanidad que hoy y siempre podemos leer nuestro ejemplar de La Iliada escrita, como dice Borges, por los griegos que llamamos Homero, ya que incluso la historia del legendario rapsoda nos es incierta… pero La Iliada existe y es una historia de palabras”.
