Un extraño suceso en la vida de Schalken, el pintor
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Un extraño suceso en la vida de Schalken, el pintor

Un extraño suceso en la vida de Schalken, el pintor (Strange Event in the Life of Schalken the Painter) es un relato de fantasmas del escritor irlandés Sheridan Le Fanu. A continuación puedes leerlo completo.

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Un extraño suceso en la vida de Schalken, el pintor

Sin duda le sorprenderá a usted, mi querido amigo, el tema de la presente narración. ¿Qué tengo yo que ver con Schalken o Schalken conmigo? Sin duda, habría vuelto a su país natal, y probablemente estaría ya muerto enterrado antes de nacer yo; jamás visité Holanda ni hablé con un natural de ese país. Creo que todo esto ya lo sabe usted. Debo, pues, en primer lugar, demostrarle que sé de buena tinta lo que sé, y manifestarle con franqueza cómo ha llegado hasta mí la extraña historia que voy a exponer ante usted.

Yo tuve amistad, en mis años mozos, con cierto capitán Vandael, cuyo padre había servido al rey Guillermo en los Países Bajos y también en mi desdichada patria durante la campaña irlandesa. No sé por qué me agradó la compañía de este hombre, pues diferíamos en ideas políticas y religión; pero el caso es que me agradaba; y precisamente gracias al libre intercambio de ideas a que nuestra amistad dio lugar, llegué a conocer el curioso relato que va a oír seguidamente. Con frecuencia me había llamado la atención, cuando iba a casa de Vandael, un cuadro notable, en el que, a pesar de no ser ningún connoisseur, no podía dejar de discernir ciertas peculiaridades muy llamativas, particularmente en la distribución de luces y sombras, así como también una singularidad en el dibujo mismo, que despertaron mi interés.

El cuadro representaba el interior de lo que podría tomarse por cámara de algún antiguo edificio religioso. El primer término estaba ocupado por una figura femenina envuelta en una especie de blanca hopalanda, cuya parte superior le ocultaba parcialmente la cabeza a modo de velo. El hábito, sin embargo, no pertenecía estrictamente a ninguna orden religiosa concreta. En su mano, la figura porta una lámpara, a cuya sola luz están iluminadas su figura y su rostro; las facciones están animadas por una sonrisa pícara, semejante a la que las mujeres bonitas suelen mostrar cuando ponen en práctica, con éxito, alguna travesura; al fondo, totalmente en sombras, excepto en un rincón, donde se divisa la tenue luz roja de un fuego agonizante que sirve para definir las formas, se alza la figura de un hombre vestido a la antigua usanza, con jubón y todo lo demás, en actitud de alarma, colocada su mano en la empuñadura de la espada, la cual parece estar a punto de desenvainar.

—Hay cuadros —dije a mi amigo—, que le dan a uno, no sé por qué, la impresión de que representan no sólo las meras formas ideales que hayan cruzado por la imaginación del artista, sino escenas, caras y situaciones que han tenido algún día existencia real. Cuando miro ese cuadro tengo la certeza de que estoy contemplando la representación de una realidad.

Vandael sonrió y, fijando su vista en la pintura, musitó:

—Su fantasía no le engaña, mi buen amigo, pues ese cuadro es testimonio, y creo que muy fiel, de un suceso notable y misterioso. Fue pintado por Schalken, y la cara de la figura femenina que ocupa la parte más destacada de la obra es un exacto retrato de Rose Velderkaust, sobrina de Gerard Douw, la cual fue el primero y creo que el único amor de Godfrey Schalken. Mi padre conoció bien al pintor, y supo de sus propios labios la historia del drama misterioso, una de cuyas escenas reproduce el cuadro. Esta tela, que se considera como un finísimo ejemplo del estilo de Schalken, fue legada a mi padre por voluntad del artista; y, como usted ha observado, es una producción tan sorprendente como interesante.

Rogué a Vandael que me refiriese la historia del cuadro y fui complacido en seguida; así es como puedo ahora ofrecerle a usted una fiel relación de cuanto oí yo mismo, dejando a su criterio el rechazar o aceptar la veracidad de la tradición. Sólo le haré esta única advertencia: que Schalken fue un holandés rudo y honrado, totalmente incapaz de dejarse arrastrar por su imaginación; y más aún, que Vandael, de quien oí la historia, parecía firmemente convencido de su veracidad.

Pocas figuras hay sobre las que el manto del misterio y de lo novelesco parezca flotar más tenebrosamente que sobre la del tosco y grosero Schalken —el rústico holandés —, hombre rudo y terco, pero también el más hábil de los pintores cuyas obras entusiasman a los expertos de hoy en día casi tanto como sus modales disgustaron a los refinados de su tiempo; y, sin embargo, este hombre tan rudo, tan terco, tan descuidado, casi debería decir salvaje en su porte y modales durante su época de éxito posterior, había sido elegido por la diosa caprichosa, en su años mozos, como héroe de una novela no desprovista de interés ni misterio. ¿Quién puede decir cuán apto habría sido en sus años jóvenes para representar el papel de amante o héroe? ¿Quién puede decir que en su mocedad haya sido el mismo áspero, huraño y tosco patán que fue en su edad madura? ¿O hasta qué punto la descuidada rudeza que ulteriormente caracterizó su aspecto y modales no puede haber sido el desarrollo de esta apática indiferencia que a menudo se origina en las amargas desgracias y conflictos de los años tempranos?.

Estas preguntas ya nunca podrán ser respondidas. Debemos contentarnos, pues, con la simple relación de los hechos, o al menos, de lo que como tales han sido recibidos y transmitidos, dejando a un lado el tipo de especulación.

Schalken era un adolescente en su época de estudios con el inmortal Gerard Douw; y pese a la constitución flemática y modales impasibles de que gozaba (según tenemos entendido), al igual que la mayor parte de sus compatriotas, no fue capaz de sentir hondas y vivas impresiones; está demostrado que el joven pintor sentía considerable interés por la bella sobrina de su poderoso maestro. Rose Velderkaust era entonces muy joven, no habiendo alcanzado, en la época a que se remonta esta narración, los diecisiete años todavía; y, si la tradición es cierta, poseía todos los dulces y risueños encantos de las bellas y rubias doncellas flamencas.

No llevaba aún Schalken mucho tiempo estudiando en la escuela de Gerard Douw, cuando empezó a sentir que este interés se hacía más profundo, hasta transformarse por fin en un sentimiento más agudo e intenso de lo que era compatible con la paz de su honrado corazón holandés; y al mismo tiempo percibió, o creyó percibir, halagüeños síntomas de reciprocidad en el objeto amado, lo cual acabó con cualquier indecisión que hasta entonces pudiera haber tenido y bastó para impulsarle a consagrar a ella exclusivamente todas las esperanzas y sentimientos de su corazón. En pocas palabras: estaba tan enamorado como puede estarlo un holandés. No anduvo remiso en dar a conocer su pasión a la hermosa doncella que la inspiraba; y su declaración provocó una confesión similar por parte de la joven.

Schalken, sin embargo, era hombre pobre y no poseía ninguna ventajosa compensación, en cuanto a linaje o de otro tipo, que indujese al viejo maestro a consentir una unión que complicaría a su sobrina y ahijada en las dificultades de un joven artista sin amigos ni recursos. Estaba por ello dispuesto a esperar hasta que el tiempo le diese oportunidad de alcanzar el éxito; y entonces, si sus trabajos resultaran suficientemente lucrativos, era de esperar que su proposición fuese al menos escuchada por el celoso tutor. Pasaron meses y, estimulado por las sonrisas de la joven Rose, los esfuerzos de Schalken se redoblaron de tal modo que pronto pudo alimentar razonables esperanzas de que se realizasen sus deseos, así como de adquirir fama y nombre en su arte antes de que transcurrieran muchos años. El mismo curso de esta feliz prosperidad estaba, sin embargo, destinado a experimentar una brusca y formidable interrupción; y ésta sería, además, de un cariz tan extraño y misterioso que frustraría toda investigación ulterior y arrojaría sobre los propios sucesos una sombra de horror casi sobrenatural.

Schalken se había quedado una tarde en el estudio del maestro hasta bastante más tarde que sus condiscípulos, quienes, menos aplicados, se habían aprovechado alegremente de la excusa que la media luz del crepúsculo les ofrecía, para abandonar sus tareas y terminar la jornada en el alegre bullicio de la taberna. Pero Schalken trabajaba en pos de la perfección, o, mejor dicho, del amor. Además, estaba ahora ocupado simplemente en esbozar un dibujo, tarea ésta que, a diferencia de la de colorear, podía ser continuada mientras hubiese luz suficiente para distinguir el lienzo del carboncillo. No había descubierto aún, ni por supuesto lo hizo hasta mucho después, los peculiares poderes de su lápiz, y se dedicaba a la sazón a componer un grupo de trasgos y demonios extremadamente pícaros y grotescos, entregados a la tarea de inflingir ingeniosos tormentos a un panzudo y sudoroso San Antonio, reclinado en medio de ellos, y aparentemente en último grado de embriaguez.

El joven artista, sin embargo, aunque capaz aún de ejecutar, o incluso de apreciar, algo verdaderamente sublime, tenía, no obstante, discernimiento suficiente para no caer en el vicio de la complacencia a toda cosa ante su propia obra; y muchas eran las pacientes borraduras y correcciones que habrían sufrido los miembros y rasgos de santo y demonios, sin que ninguna de ellas, empero, produjese, en su nuevo arreglo, mejoría alguna en el efecto general. El vasto salón, pasado de moda, estaba en silencio y, a excepción de él, totalmente desierto. La luz del día había declinado ya, y el crepúsculo iba dando paso rápidamente a la oscuridad de la noche. La paciencia del joven estaba agotada, y permaneció en pie ante su incompleta producción, sumido en no muy agradables reflexiones, una mano enterrada entre las mechas de su largo cabello oscuro, y la otra sosteniendo el trozo de carboncillo con que tan mal ejecutaba su obra, y que ahora frotaba con irritada premura y sin preocuparse mucho de las rayas negras que esto originaba en sus amplios pantalones flamencos.

—¡Psché! —dijo el joven en voz alta—. ¡Así se hundirá el cuadro, con diablos, santo y todo, donde debiera estar: en el infierno!

Una breve y súbita carcajada, proferida sorprendentemente cerca de su oído, respondió al instante su exclamación. El artista giró vivamente en redondo y por primera vez se dio cuenta de que un desconocido había estado contemplando sus esfuerzos. A cosa de yarda y media detrás de él se erguía un hombre, al parecer, de cierta edad; llevaba una capota corta y un sombrero de alas anchas y copa cónica y, en su mano, que estaba protegida por un pesado guantelete, sostenía un largo bastón de ébano rematado por lo que parecía —pues así brillaba, tenuemente en la media luz— un macizo de puño de oro; y sobre el pecho, entre los pliegues de la capa, relucían los eslabones de una rica cadena del mismo metal.

La habitación se hallaba tan oscura que no se podían distinguir más detalles de aquella figura, ya que la cara estaba también sombreada por la pesada ala del sombrero, y no se podían discernir sus rasgos. Bajo ese sombrero tenebroso se escapaba una masa de cabello oscuro, circunstancia esta que, en relación con el porte firme y erguido del intruso, indicaba que su edad aproximada no debía exceder de los sesenta años, había gravedad e importancia en el porte de este personaje, y también algo indescriptiblemente extraño, casi terrorífico, en la perfecta inmovilidad pétrea de aquella figura que tan bruscamente había reprimido los enojados dicterios que empezó a proferir el irritado artista. Éste, por tanto, tan pronto se hubo recobrado de la sorpresa, rogó al desconocido, educadamente que se sentase, y deseó saber si tenía algún recado que dar a su maestro.

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—Decid a Gerar Douw —dijo el desconocido sin alterar el menor grado de actitud—,que Minheer Vanderhausen, de Rotterdam, desea hablar con él mañana por la tarde, a esta misma hora y, si le place, en esta misma estancia, sobre asuntos de peso. Eso es todo. Buenas noches.

El forastero, una vez terminado de dar su mensaje, giró bruscamente, y con pasos rápidos, pero silenciosos, abandonó la estancia antes de que Schalken tuviera tiempo de pronunciar una sola palabra en respuesta a las suyas. El joven sintió curiosidad por ver qué dirección tomaría el ciudadano de Rotterdam al salir del estudio; y, con este objeto, se dirigió a la ventana que daba encima justo del portal de la calle. Entre la puerta interior de la estancia del artista y el portal de salida a la calle mediaba un corredor de considerable extensión, de modo que Schalken ocupó su puesto de observación mucho antes de que el viejo caballero hubiera podido alcanzar aquélla.

Sin embargo, esperó en vano. No había otra salida. ¿Se había desvanecido el viejo? ¿Quizá se había quedado acechando en algún recodo del corredor? Esta última posibilidad llenó a Schalken de un vago horror, el cual pronto llegó a ser tan inexpresablemente intenso que le aterró por igual quedarse en la estancia solitaria o atravesar el corredor. Sin embargo, y merced a un esfuerzo aparentemente desproporcionado al que la ocasión requería, se armó de valor suficiente para abandonar el cuarto; y tras cerrar con doble llave la puerta y guardarse aquélla en el bolsillo, se lanzó sin mirar a derecha ni a izquierda, a través del pasaje que tan recientemente había contenido —y quizá aún contenía— a la persona de su misterioso visitante, sin atreverse apenas a respirar hasta que llegó a la calle.

—Minheer Vanderhausen —decía Gerard Douw al día siguiente cuando ya se iba acercando la hora de la cita—. ¡Minheer Vanderhausen, de Rotterdam! Nunca oí ese nombre hasta ayer. ¿Qué puede querer de mí? ¿Quizá que le pinte un retrato; o que enseñe el oficio a un hijo suyo o a un pariente pobre; o que evalúe una colección; o… bueno, no hay nadie en Rotterdam que me pueda dejar una herencia. Bien, sea cual fuere el negocio, pronto sabremos de qué se trata.

Ya caía la tarde y no había nadie ante ninguno de los caballetes, excepto el de Schalken. Gerard Douw recorría la estancia con pasos inquietos de impaciente expectación, tatareando de vez en cuando un pasaje de una pieza musical que él mismo estaba componiendo; pues, aunque no muy versado en este arte, lo admiraba. A veces se detenía a echar una ojeada al trabajo de sus ausentes discípulos; pero lo que con más frecuencia hacía era colocarse en la ventana, desde la cual podía observar a los transeúntes que recorrían la oscura calleja a que daba su estudio.

—¿No dijiste, Godfrey —exclamó Douw, tras una larga e infrectuosa espera en su puesto de observación, y volviéndose hacia Schalken—, no dijiste que la cita era a las siete por el reloj del Ayuntamiento?

—Acababan de dar las siete cuando le vi por primera vez, señor —contestó el estudiante.

—Entonces ya falta poco para esa hora —dijo el maestro, consultando un reloj tan grande y tan redondo como una naranja en la plenitud de su sazón.—. Minheer Vanderhausen, de Rotterdam, ¿no es así?

—Ése era su nombre.

—¿Hombre de edad, ricamente vestido? —continuó Douw.

—Así le vi yo —replicó su discípulo—; no era joven, ni tampoco anciano; y sus ropas eran ricas y severas, de hombre pudiente y considerado.

En ese momento, con sonoro estruendo, el reloj del Ayuntamiento dio, campanada tras campanada, las siete; los ojos, tanto del maestro como del discípulo, se clavaron en la puerta; y sólo cuando hubo cesado de vibrar el último eco de la vieja campana, exclamó Douw.

—Bueno, bueno, ya no tardará en llegar su merced, es decir, si mantiene la palabra; si no, tú te quedarás a esperarle, Godfrey, si es que deseas mantener amistad con ese caprichoso ricachón; por lo que a mí respecta, creo que nuestra vieja Leyden contiene bastantes individuos de esos para que sea necesario importarlos de Rotterdam.

Schalken rió, como por obligación y, tras una pausa de algunos minutos, Douw exclamó de pronto:

—¿Y si todo esto no fuese más que una broma, una farsa organizada por Vankarp o por algún otro? Me gustaría que te hubieses arriesgado y hubieses propinado una buena tunda al viejo burgomaestre, estatúder o lo que sea. Apostaría una docena de monedas a que su merced habría alegado vieja amistad antes de la tercera aplicación.

—Aquí llega, señor —dijo Schalken en voz baja y admonitoria; y, volviéndose instantáneamente hacia la puerta, Gerard Douw observó la misma figura con que tan inesperadamente había tropezado el día anterior su discípulo Schalken.

Había algo en el aire y en el porte de la figura que en seguida convenció al pintor de que no se trataba de farsa de ningún tipo y de que realmente estaba en presencia de un hombre de categoría, y, por ello, se quitó el sombrero sin vacilar y saludando cortésmente al desconocido le rogó que se sentase. El visitante agitó suavemente la mano, como en reconocimiento de la cortesía, pero continuó de pie.

—¿Tengo el honor de hablar con Minheer Vanderhausen, de Rotterdam? —dijo Gerard Douw.

—El mismo —fue la lacónica respuesta de su visitante.

—Entiendo que vuestra merced desea hablar conmigo —continuó Douw—, y aquí me tiene, según se me citó, esperando vuestras órdenes.

—¿Es hombre de confianza? —dijo Vanderhausen indicando a Schalken, que permanecía a poca distancia detrás de su maestro.

—Ciertamente —replicó Gerard.

—Entonces ordénele que tome esta caja y vaya al más próximo joyero u orfebre para que tase su contenido y vuelva luego aquí con un certificado de valor.

Al mismo tiempo colocó un pequeño estuche, como de nueve pulgadas cuadradas, en las manos de Gerard Douw, quien quedó muy asombrado de su peso, así como de la extraña brusquedad con que le había sido entregado. De acuerdo con los deseos del desconocido, lo depositó en las manos de Schalken, y repitiendo sus instrucciones, le despachó para que realizase la misión. Schalken colocó su preciosa carga en lugar seguro bajo los pliegues de su capa, y atravesando rápidamente dos o tres estrechas callejas se detuvo en una esquina ante una casa cuya planta baja estaba entonces ocupada por la tienda de un orfebre judío. Schalken entró, y llamando al menudo hebreo que estaba en la oscuridad de la trastienda, procedió a extender ante él el paquete de Vanderhausen.

Al ser examinado a la luz de la lámpara, resultó estar enteramente forrado de plomo, cuya superficie exterior aparecía muy arañada, sucia y blanquecina por la edad. Quitaron esta funda parcialmente y con dificultad descubrieron una caja de cierta madera oscura singularmente dura; también ésta fue forzada y, después de quitar dos o tres lienzos que envolvían el contenido, vieron que éste consistía en una masa de lingotes de oro, estrechamente apilados y, según declaró el judío, de la más perfecta calidad. Cada lingote soportó el meticuloso examen del hebreo, quien parecía sentir un placer epicúreo en tocar y probar los pedazos del glorioso metal; y cada uno de ellos fue devuelto a su lugar con la misma exclamación:

—¡Mein Gott, que perfección! ¡Ni un gramo de aleación! ¡Hermoso, hermoso!

Al fin se concluyó la tarea y el judío certificó de su puño y letra la tasación de los lingotes sometidos a su examen, la cual se remontaba a muchos miles de pesos. Con el deseado documento en el pecho y la rica caja de oro cuidadosamente sujeta bajo el brazo y oculta por la capa, rehizo Schalken su camino y, entrando en el estudio, halló a su maestro y al forastero en íntima conferencia. Tan pronto como el joven había abandonado la estancia, con el fin de ejecutar la comisión que le fuera encargada, Vanderhausen se había dirigido a Gerard Douw en los siguientes términos:

—No debo demorarme esta noche con vuestra merced sino unos pocos minutos; por ello os diré brevemente el motivo de mi visita. Vuestra merced visitó la ciudad de Rotterdam hace unos meses y entonces vi, en la iglesia de San Lorenzo, a vuestra sobrina, Rose Velderkaust. Deseo casarme con ella y, si os convengo por mis riquezas, mucho mayores que las de cualquier otro esposo con que podáis soñar para ella, espero que activéis, imponiendo vuestra máxima autoridad, la superación de todo inconveniente que pudiera surgir. Es decir, si aprobáis mi proposición podéis cerrar el trato inmediatamente, pues no puedo perder tiempo en cálculos sin demoras.

Gerard Douw se quedó tan asombrado como cualquier otro en su lugar ante la inesperada proposición de MinheerVanderhausen; pero no dejó escapar ninguna descortés expresión de sorpresa, pues, además de los motivos exigidos por la prudencia y la educación, el pintor experimentaba, en presencia del extravagante forastero, una especie de sensación helada y opresiva, semejante a la que se supone debe afectar a un hombre colocado, sin saberlo, en contacto inmediato con algo hacia lo cual sienta natural adversión —un horror indefinido, una ansiedad vaga—, que le incapacitaba para decir o hacer nada que pudiera parecer ofensivo o ser razonablemente tomado como tal.

—No dudo —dijo Gerard, después de dos o tres tosecillas preparatorias— que la unión con vuestra merced sería tan ventajosa como honrosa para mi sobrina; pero sabed que ella tiene voluntad propia y puede no estar conforme con lo que nosotros decidamos en bien suyo.

—No intentéis burlarme, señor pintor —dijo Vanderhausen—; sois su tutor, ella es vuestra ahijada; ella es mía si vuestra merced gusta que así sea.

El hombre de Rotterdam, mientras hablaba avanzó un paso, y Gerard Douw, sin saber apenas por qué, rogó interiormente que Schalken no tardase en volver.

—Deseo —dijo el misterioso caballero— colocar inmediatamente en vuestras manos una prueba segura de mi riqueza y de mi generosidad para con vuestra sobrina. El muchacho volverá dentro de un minuto o dos con una suma cuyo valor es cinco veces la fortuna total que ella tiene derecho a esperar de su marido. Ésta quedará en vuestras manos, junto con su dote, y podréis aplicar la suma de ambas cantidades como mejor convenga a sus intereses; todo ello será propiedad exclusiva de ella mientras viva: ¿no es esto generosidad?

Douw asintió, e interiormente pensó que el destino se mostraba extraordinariamente amable para con su sobrina; el forastero —pensó— debía ser tan rico como generoso, y una oferta semejante no era nada despreciable ni aunque procediese de un excéntrico o de un personaje de no muy atractiva presencia. Rose no podía tener aspiraciones muy altas, pues su dote era muy exigua; y así seguiría siéndolo, excepto en los límites en que esta deficiencia fuera suplida por la generosidad de su tío; tampoco tenía ella derecho alguno a mostrar escrúpulos contra su pareja por motivos de alcurnia y linaje, pues su origen tampoco era, en forma alguna, elevado; y, en cuanto a otras posibles objeciones, Gerard se decidió, según la usanza de los tiempos, a no prestarles oído en absoluto.

—Señor —dijo, dirigiéndose al forastero—, vuestra oferta es ciertamente de lo más liberal, y si no me acabo de decidir a cerrar el trato inmediato esta vacilación se debe tan sólo a que no tengo el honor de conocer a nadie de vuestra familia o condición. Sobre estos puntos podréis, por supuesto, satisfacerme sin dificultad.

—En cuanto a mi respetabilidad —dijo el desconocido secamente—, podéis darla por probada desde este mismo momento. No me incomodéis con vuestras preguntas; no podéis descubrir de mí más que lo que yo quiera haceros saber. Tenéis ya suficientes garantías de mi respetabilidad: mi palabra, si sois hombre de honor; si sois avaro, mi oro.

—He aquí a un viejo caballero enojadizo —pensó Douw—; él sabrá sus motivos; pero, considerando todas las circunstancias, está justificado que le entregue mi sobrina; tendría que ser mi propia hija y lo mismo haría con ella. Sin embargo, no me comprometeré innecesariamente.

—No os comprometeréis innecesariamente —dijo Vanderhausen, profiriendo las mismas palabras que acababan de rondas la mente de su interlocutor; pero lo haréis si es necesario, supongo; y yo demostraré que lo considero imprescindible. Si os place el oro que pretendo dejar en vuestras manos, y si no deseáis que retire inmediatamente mi proposición, antes de que yo abandone esta estancia debéis escribir vuestro nombre en este contrato.

Y tras de hablar así, puso un papel en las manos de Gerard, cuyo contenido expresaba el compromiso adquirido por Gerard Douw de entregar en matrimonio a su sobrina Rose Velderkaust a Wilken Vanderhausen, de Rotterdam, etcétera, en el plazo de una semana a partir de la fecha. Mientras el pintor estaba ocupado en leer este documento, Schalken, como queda dicho, entró en el estudio y, habiendo depositado la caja y la tasación del judío en las manos del desconocido, se iba a retirar cuando Vanderhausen le ordenó que esperase; y, presentando el estuche y el certificado a Gerard Douw, esperó en silencio hasta que éste hubo quedado satisfecho de la inspección de ambos, así como del valor del compromiso en sus manos. Por fin dijo:

—¿Estáis conforme?

El pintor dijo que desearía tener otro día más para considerar la propuesta.

—Ni una hora —dijo fríamente el demandante.

—Bien, entonces —dijo Douw—, estoy conforme. Es un negocio.

—Entonces firmad en seguida —dijo Vanderhausen—, ya estoy cansado. Al mismo tiempo le presentó un pequeño estuche de útiles de escritura y Gerard firmó el importante documento.

—Que este joven sea testigo del acuerdo —dijo el viejo; y Godfrey Schalken, inconscientemente; firmó el instrumento que otorgaba a otro aquella mano que él tanto tiempo había considerado como objeto y recompensa de sus esfuerzos. Estando así finalizado el contrato, el extraño visitante dobló el papel y lo guardó en un bolsillo interior.

—Os visitaré mañana por la noche, a las nueve, en vuestra casa, Gerard Douw, y veré al objeto de nuestro contrato. ¡Hasta entonces! —y diciendo esto, Wilken Vanderhausen salió silenciosa, pero velozmente, de la estancia.

Schalken, deseoso de resolver sus dudas, se había colocado junto a la ventana, con el objeto de expiar la puerta de la calle; pero el experimento sólo sirvió para dar pie a sus sospechas, pues el viejo no salió por la puerta. Aquello era muy raro, muy extraño, muy aterrador. Él y su maestro se fueron juntos, pero apenas hablaron durante el camino, pues cada uno de ellos iba perdido en sus reflexiones, en sus ansiedades y en sus esperanzas. Schalken, sin embargo, no presentía la ruina que se cernía sobre sus dulces proyectos. Gerard Douw no sabía nada de la afección que había nacido entre discípulo y sobrina; e incluso de haberla sabido, es dudoso que hubiese considerado su existencia como obstáculo serio a los deseos de Minheer Vanderhausen.

Los matrimonios eran, entonces y allí, materia de tráfico y especulación; habría parecido absurdo a los ojos del tutor hacer un mutuo afecto elemento esencial de un contrato de matrimonio, ya que, además, en tal caso —se decía— habrían tenido que redactar el contrato matrimonial en términos propios de una novela caballeresca. El pintor, sin embargo, no comunicó a su sobrina el importante paso que había dado en relación con ella, y esta decisión se debió, no a que sospechase oposición por su parte, sino solamente a la ridícula conciencia de que si ella, como sería lo más natural, le pidiese que describiera el aspecto del novio que le destinaba, se vería obligado a confesar que no le había visto la cara y, aun si llegara a ello, que le sería imposible identificarlo. Al día siguiente, después de comer, llamó a su sobrina junto a sí y, habiendo examinado toda su persona con aire de satisfacción, la tomó de la mano y, contemplando su rostro bello e inocente con una sonrisa de cariño, dijo:

—Rose niña mía, esa cara que tienes hará tu fortuna —Rose se ruborizó y sonrió—.Un rostro y un carácter como el tuyo rara vez van unidos; pero cuando lo van, esa unión es un filtro de amor al que muy pocas cabezas o muy pocos corazones puedan resistir; confía en mí, pronto estarás prometida, chiquilla; pero esto no tiene importancia, dejémoslo. Ahora tengo prisa, así que haz que preparen el salón grande para las ocho de la noche y da las órdenes para que esté la cena a las nueve. Espero a un amigo esta noche; y fijate bien, hija mía, sal airosa de tu cometido. No me gustaría que nos creyera pobres o descuidados.

Con estas palabras abandonó la habitación y se dirigió a la estancia a que ya hemos tenido ocasión de introducir a nuestros lectores aquella en que trabajaban sus discípulos. Al caer la tarde, Gerard llamó a Schalken, que ya iba a irse a su oscuro e inhóspito alojamiento, y le rogó que fuera esa noche a cenar en su casa con Rose y Vanderhausen. La invitación, por supuesto, aceptada y pronto se encontraron Gerard Douw y su discípulo en la hermosa y en cierto modo anticuada habitación, que había sido preparada para recibir al forastero. En la espaciosa chimenea ardía un alegre fuego de leña; a un lado estaba colocada la mesa de antigua factura, con patas ricamente talladas, destinada, sin duda, a servir para la cena, cuyos preparativos seguían adelante; y alineada con exacta regularidad, se extendían las sillas de alto respaldo, cuya falta de garbo estaba más que compensada por su comodidad.

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La pequeña reunión, consistente en Rose, su tío y el artista, aguardaba la llegada del esperado visitante con considerable impaciencia. Dieron, por fin, las nueve y, al mismo tiempo, sonaron golpes en la puerta de la calle, que, siendo prontamente atendidos fueron seguidos de lentos y enfáticos pasos en la escalera; los pasos recorrieron pesadamente el corredor, se abrió lentamente la puerta de la estancia en que el grupo descrito se hallaba reunido, y entró una figura que estremeció al flemático holandés, y casi hizo gritar de espanto a Rose; era la forma y eran los atavíos de Minheer Vanderhausen; el porte, el aire, la estatura eran los mismos, pero ninguno del grupo había visto antes sus rasgos faciales.

El forastero se detuvo en la puerta de la estancia y mostró por entero la figura y la cara. Portaba una capa de paño oscuro, corta y amplia, que no llegaba a las rodillas; sus piernas iban enfundadas en medias de seda color púrpura oscuro, y los zapatos estaban adornados con rosas del mismo color. La abertura delantera de la capa mostraba las ropas que llevaba debajo, hechas de algún material muy oscuro, quizá de piel, y sus manos estaban enfundadas en un par de pesados guantes de cuero que le llegaban hasta bastante más arriba de la muñeca, en forma de guantelete. En una mano llevaba su bastón y sombrero, que se había quitado, y la otra pendía pesadamente a su costado. Una masa de cabellos grises le descendía en largas mechas y sus extremos descansaban sobre los pliegues y sus extremos descansaban sobre los pliegues de una gola almidonada que le ocultaba totalmente el cuello. Hasta aquí todo iba bien; ¡pero la cara…!

Toda la carne del rostro tenía ese color azulado, plomizo, que a veces se produce por acción de medicinas metálicas administradas en excesiva cantidad; los ojos eran enormes, y lo blanco aparecía tanto por arriba como por debajo del iris, lo que les daba una expresión de locura, aumentada por su fijeza vítrea. La nariz no era notable, pero la boca estaba considerablemente retorcida por uno de sus lados, donde se abría con objeto de dar salida a dos largos, descoloridos, colmillos de bestia que se proyectaban desde la mandíbula superior hasta muy por debajo del labio inferior. El color de los labios mantenía su habitual relación con el de la cara y era, por consiguiente, casi negro; el carácter de la cara era maligno, incluso satánico; y ciertamente, apenas se podía concebir tal cúmulo de horrores sino en el cadáver de algún atroz malhechor que hubiese colgado largo tiempo, ennegreciéndose, de la horca, hasta haberse convertido al cabo en morada de un demonio, espantoso objeto de posesión satánica.

Era muy notorio que el importante forastero procuraba que su carne se viese lo menos posible, por lo que, durante su visita, no se quitó ni una vez los guantes. Habiendo permanecido durante unos momentos ante la puerta, Gerard Douw consiguió al final hallar ánimo y aliento para darle la bienvenida y, con una muda inclinación de cabeza, el forastero entró en la habitación. Había algo indescriptiblemente extraño e incluso horrible en sus movimientos, algo indefinible, pero antinatural, inhumano —como si sus miembros fuesen guiados y dirigidos por un espíritu no habituado a manejar la maquinaria del cuerpo—. El desconocido apenas dijo nada durante su visita, que no excedería la media hora; y su anfitrión apenas pudo hacerse del valor necesario para proferir los escasos saludos y cortesías requeridos por la situación; y, ciertamente, era tal el terror nervioso que inspiraba la presencia de Vanderhausen, que habría bastado muy poco para que todos sus acompañantes huyeran, gritando, de la estancia. No habían, sin embargo, perdido el domino de sí mismos hasta el punto de no observar dos extrañas peculiaridades del visitante.

Durante el tiempo que estuvo allí no permitió que se cerrasen sus párpados ni un instante fugaz, ni aun que se moviesen el menor grado; y más aún, en toda su persona había una cadavérica inmovilidad, que incluso se manifestaba en la total ausencia del palpitante movimiento del pecho causado por el proceso de la respiración. Estas dos peculiaridades, aunque puedan parecer banales al ser relatadas, producían un efecto muy sorprendente y desagradable al ser vistas y observadas. Vanderhausen, por fin, liberó al pintor de su desfavorable presencia; y con no poca gratitud oyó el pequeño grupo el ruido de la puerta al cerrarse tras él.

—Querido tío —dijo Rose—; ¡qué hombre tan horrible! No quisiera verle otra vez ni por todas las riquezas del mundo.

—¡Bah, chiquilla tonta! —dijo Douw, que, en el fondo no se sentía muy tranquilo—.Un hombre puede ser feo como un demonio y, sin embargo, si su corazón y sus acciones son buenos, vale más que todos esos muñecos bonitos y perfumados que pasean por el Mall. Rose, niña mía, cierto es que no tiene una cara hermosa, pero sé que es rico y generoso; y, aunque fuese diez veces más feo, lo cual es inconcebible —observó Rose—,estas dos virtudes serían suficientes —continuó su tío— para compensar toda su deformidad; y, aunque no sean capaces de alterar la forma de sus rasgos, sí pueden, al menos, impedir que se los considere perversos.

—¿Sabes, tío? —dijo Rose—. Cuando le vi parado ante la puerta me recordó muchísimo a la vieja figura de madera pintada que tanto solía asustarme en la iglesia de San Lorenzo, de Rotterdam.

Gerard rió, aunque no pudo dejar de reconocer, en su fuero interno, la justeza de la comparación. Estaba decidido, sin embargo, a reprimir, en la medida de sus posibilidades, toda inclinación de su sobrina a ridiculizar la fealdad de su pretendido novio; y le agradó no poco observar que ella pareciese totalmente exenta de ese misterioso terror que —no podía disimularlo ante sí mismo— le afectaba a él tan considerablemente como a su discípulo Godfrey Schalken.

A la mañana siguiente, temprano, llegaron para Rose, procedentes de distintos barrios de la ciudad, ricos presentes de sedas, terciopelos y joyas; y también un paquete dirigido a Gerard Douw, en el que, al abrirlo, se halló un contrato de matrimonio, formalmente extendido y redactado, entre Wilken Vanderhausen, del Muelle de Botalón, en Rotterdam, y Rose Valderkaust, de Leyden, sobrina de Gerard Douw, maestro en el arte de pintar, también de la misma ciudad, y contenía otro documento en el que Vanderhausen se comprometía a dar a su prometida una dote mucho mayor de lo que había hecho creer a su tutor, dote que debería emplearse exclusivamente en beneficio de la novia, a saber, poninendo el dinero en manos del propio Gerard Douw.

No describiré ahora escenas sentimentales, ni crueldad de guardianes, ni magnanimidad de tutores, ni tormentos de amantes. La relación que tengo que hacer es sólo de sordidez, codicia e interés. En menos de una semana a partir de la primera entrevista que hemos descrito, el contrato de matrimonio se llevó a efecto, y Schalken vio a su amada —por la que habría arriesgado todo en la vida—, arrebatada triunfalmente por su atractivo rival. Durante dos o tres días se ausentó de la escuela; luego, volvió y trabajó, si bien con menos alegría, sí con mucha más terca resolución que antes: los sueños de amor habían dejado paso a los de ambición. Pasaron meses y, contrariamente a sus deseos y también a las promesas concretas de los recién casados, Gerard Douw no tuvo noticias de su sobrina ni de su respetable esposo.

Los intereses de la dote, que deberían haber sido reclamados trimestralmente, se fueron acumulando en sus manos. Empezó a sentirse sumamente inquieto. Tenía en su poder la dirección de MinheerVanderhausen en Rotterdam; tras alguna irresolución, se decidió finalmente a dirigirse allí —empresa banal, fácilmente realizable—, para así quedar tranquilo respecto a la seguridad y bienestar de su pupila, por quien sentía un fuerte y honrado afecto. Sus búsquedas fueron infructuosas, sin embargo; en Rotterdam nadie conocía a MinheerVanderhausen. Gerard Douw no dejó de visitar ni una casa del Muelle del Botalón, pero todo fue en vano: nadie le pudo dar el menor informe que se refiriese en lo más mínimo al objeto de su búsqueda; y así fu como se vio obligado a retornar a Leyden sin saber más que cuando había salido de allí.

A su llegada corrió al establecimiento donde Vanderhausen había alquilado el traqueteante vehículo —aunque de lo más lujoso, si tienen en cuenta la época— que los recién casados habían empleado para trasladarse a Rotterdam. Supo por el conductor de este carruaje que, habiendo viajado con lentitud y haciendo muchos altos, habían llegado cerca de Rotterdam bien entrada la noche, pero que, antes de entrar en la ciudad, y faltando cosa de una milla para llegar a ella, había aparecido en el centro de la carretera, obstruyendo el paso del carruaje, un pequeño grupo de hombres, sobriamente ataviados y de acuerdo con la antigua moda, con puntiagudas barbas y bigotes. El conductor frenó sus caballos, muy temeroso, por la oscuridad de la hora y la soledad del camino, de que intentasen cometer algún daño.

Se aliviaron, sin embargo, sus temores cuando vio que esos hombres portaban una ancha litera, de antigua factura, y que inmediatamente la depositaron en el suelo, adonde también descendió el novio, tras haber abierto desde dentro la portezuela del coche, y habiendo ayudado a su mujer a hacer otro tanto, la condujo, llorando ella amargamente y retorciéndose las manos, a la litera, donde ambos entraron. Entonces fue ésta levantada por los hombres que la rodeaban y velozmente transportada en dirección a la ciudad; y antes de que hubieran recorrido mucha distancia las sombras de la noche la ocultaron a la vista del cochero holandés. En el interior del vehículo encontró una bolsa cuyo contenido pagaba más de tres veces cumplidas el alquiler de coche y cochero.

No había visto más de MinheerVanderhausen ni de su bella esposa y, por tanto, no pudo contar nada más. Este misterio se convirtió en fuente de profunda ansiedad y casi de duelo para Gerard Douw. Evidentemente, había habido un fraude en la conducta de Vanderhausen para con él, aunque ignoraba con qué propósito. Se preguntaba angustiado hasta qué punto era posible que un hombre cuya apariencia externa mostraba los más demoníacos sentimientos, no fuese en realidad más que un villano; y cada día que pasaba sin noticias de su sobrina, en vez de inducirle a olvidar sus temores, al contrario, le exasperaba cada vez más. La perdida de su compañía encantadora le deprimía también los ánimos, y con objeto de disipar este desaliento, que a menudo se deslizaba en su mente una vez cumplidas las laboras del día, solía invitar a Schalken a cenar con él en casa para aliviar en cierto modo con su presencia la melancolía de una cena que de otro modo sería solitaria.

Una noche, el pintor y su discípulo estaban sentados junto al fuego, después de haber dado fin a una copiosa cena, y habían caído en un silencio pensativo al que a veces induce el proceso de la digestión, cuando sus reflexiones fueron interrumpidas por un gran estruendo de golpes dados en la puerta de la calle, como ocasionados por alguna persona que se arrojase violenta y repentinamente contra ella. Un criado corrió sin demora a averiguar la causa del incidente y le oyeron interrogar por dos o tres veces a la persona que tan perentoriamente solicitaba su admisión, sin obtener, no obstante, la menor respuesta ni que cesasen los golpes. Le oyeron abrir la puerta del vestíbulo, seguidos a continuación de rápidos pasos por la escalera.

Schalken echó mano a su espada y avanzó hacia la puerta. Se abrió antes de que él la alcanzase y Rose se precipitó en la estancia. Su aspecto era macilento y enloquecido y estaba pálida de agotamiento y terror; pero su vestidura les sorprendió tanto o más que su inesperada aparición. Consistía en una especie de envoltura o túnica de lana blanca, cerrada en torno al cuello y que caía, en pliegues, hasta el mismo suelo. El extraño ropaje estaba muy ajado y sucio, sin duda, por el viaje. La pobre criatura había apenas entrado en la estancia cuando cayó inconscientemente al suelo. Con cierta dificultad consiguieron reanimarla y, al recobrar sus sentidos, exclamó instantáneamente, en un tono de ávida y aterrada impaciencia:

—Vino, vino, deprisa, o estoy perdida.

Muy alarmados por la extraña ansiedad con que la petición había sido hecha, accedieron inmediatamente a sus deseos y la joven bebió un poco de vino con una avidez que les sorprendió. Apenas lo había tomado volvió a exclamar con la misma urgencia:

—Comida, comida, en seguida, o pereceré.

En la mesa había un considerable pedazo de asado y Schalken se lanzó inmediatamente a cortar un trozo, pero Rose se le anticipó, pues tan pronto como lo divisó también se abalanzó sobre él con la rapacidad de un buitre y tomándolo con sus manos arrancó la carne con los dientes y la devoró. Cuando se hubo apaciguado un poco el paroxismo del hambre, pareció de pronto darse cuenta de cuán extraña había sido su conducta o también puede ser que otros pensamientos más inquietantes volviesen a su mente, pues empezó a llorar amargamente y a retorcerse las manos.

—Oh, enviad a buscar un ministro de Dios —dijo—; no estaré a salvo mientras no venga; mandad aprisa por él.

Gerard Douw despachó a un mensajero inmediatamente, y persuadió a su sobrina de que le aceptara su propia alcoba para descansar; también la convenció de que se retirase en seguida a ella; su sobrina consintió con la condición de que no la dejasen sola ni un momento.

—¡Oh, si el sacerdote estuviera ya aquí! —dijo—; él me puede liberar… Los muertos no pueden ser igual que los vivos… Dios lo ha prohibido.

Con estas misteriosas palabras se entregó a los cuidados de sus acompañantes y todos caminaron hacia la cámara que Gerard Douw le había asignado.

—No, no me dejéis sola ni un momento —dijo—; estoy perdida para siempre si lo hacéis.

La alcoba de Gerard Douw estaba precedida por una espaciosa antecámara, que debían atravesar, y en la cual se hallaban ahora a punto de entrar. Gerard Douw y Schalken portaban cada uno una vela de cera, de tal modo que ambos arrojaban un suficiente grado de luz sobre los objetos que les rodeaban. Estaban penetrando en la vasta estancia que, como he dicho, comunicaba con la alcoba de Douw, cuando Rose de pronto se detuvo y con un susurro trémulo de horror, dijo:

—¡Oh, Dios! Está aquí, está aquí; mirad, mirad, ahí va.

Señalaba hacia la puerta de la habitación interior y Schalken creyó ver una forma sombría y mal definida deslizándose dentro de dicha estancia. Desenvainó la espada y levantando la vela para iluminar más distintamente los objetos de la habitación, entró en la cámara donde la sombra se había deslizado. Ninguna figura había allí, nada sino el mobiliario propio de la habitación y, sin embargo, no podía haberse equivocado respecto a que algo había entrado antes que él en la estancia. Cayó sobre él un terror enfermizo y de su frente brotó el sudor frío en pesadas gotas; tampoco le alivió la creciente urgencia, la agonía de súplica, con que Rose les imploró que no la dejasen sola ni un momento.

—Le he visto —dijo—; está aquí. No me puedo equivocar… Le conozco… está junto a mí… está conmigo… está en la habitación; por amor de Dios, si queréis salvarme no os mováis de mi lado.

Por fin consiguieron que se tendiera en el lecho, donde ella continuó suplicándoles que no la dejaran sola. Frecuentemente profería frases incoherentes, repitiendo una y otra vez: «No puede ser igual un muerto que un vivo… Dios lo ha prohibido», y luego otra vez: «que descanses el que vigila… que duerma el que camina en sueños». Continuó profiriendo esstas frases misteriosas e inconexas hasta la llegada del sacerdote, Gerard Douw empezó a temer, naturalmente, que la pobre muchacha, por terror o malos tratos, estuviera trastornada; y casi sospechaba, por lo súbito de su aparición, lo intempestivo de la hora, y sobre todo por lo extraño y aterrorizado de sus modales, que debía, sin duda, haberse escapado de algún asilo de lunáticos, por cuyo motivo sentía miedo de verse perseguida. Decidió solicitar consejo médico tan pronto como su sobrina hubiese sido tranquilizada por los oficios del sacerdote, cuya asistencia tan ávidamente anhelaba, y hasta que este objetivo no fuese alcanzado no se atrevería a hacerle ninguna pregunta que quizá sirviera para reavivarle dolorosos u horribles recuerdos, aumentar su agitación. Pronto llegó el sacerdote —hombre de porte ascético y edad venerable— a quien Gerard Douw respetaba mucho como veterano polemista, ya que era quizá más temido como orador que amado como cristiano; era hombre de moral pura, cerebro sutil y frío corazón.

Entró en la cámara que comunicaba con aquella en que reposaba Rose, y nada más entrar le rogó la joven que rezase por ella y también por alguien que era presa de Satán y que sólo del cielo podía esperar liberación. Para que nuestros lectores puedan ahora comprender claramente todas las circunstancias del suceso que vamos a intentar describir a continuación, es necesario hacer constar las posiciones relativas que ocupaban los personajes implicados en él. El viejo sacerdote y Schalken estaban en la antecámara de la que hemos hablado; Rose yacía en la alcoba, cuya puerta estaba abierta, y al lado de la cama, según sus deseos fervientes, estaba su tutor; en la alcoba ardía una vela y tres iluminaban la otra estancia. El anciano religioso aclaró su voz como si fuese a comenzar a hablar, pero antes de tener tiempo de hacerlo, una súbita ráfaga de aire apagó la vela que servía para iluminar la estancia en que yacía la pobre muchacha, y ésta, con alarma, se apresuró a exclamar:

10 CUENTOS CORTOS DE TERROR QUE TE QUITARÁN EL SUEÑO

—Godfrey, trae otra vela; la oscuridad es peligrosa.

Gerard Douw, olvidando por un momento los repetidos requerimientos de la joven y siguiendo un impulso momentáneo, salió de la alcoba a la otra habitación con el fin de hacer lo que ella pedía.

—¡Oh, Dios! ¡No te vayas, querido tío! —gritó la desdichada joven, y al mismo tiempo saltó del lecho y se lanzó tras él con la intención, a juzgar por su actitud, de detenerle.

Pero el aviso llegó demasiado tarde, pues apenas él había cruzado el umbral y escasamente había tenido tiempo su sobrina de proferir su asustada exclamación cuando la puerta que separaba las dos habitaciones se cerró violentamente entre ambos, como empujada por una ráfaga de viento. Schalken y él se precipitaron a la puerta, pero sus esfuerzos unidos y desesperados sólo consiguieron hacerla estremecer. Un grito tras otro fueron brotando de la alcoba cerrada con toda la agudeza taladrante del terror desesperado. Schalken y Douw aplicaron todas sus energías —lastimando dolorosamente todos sus músculos— a tratar de forzar la puerta y abrirla, pero todo fue en vano. En la alcoba no se oía ningún tumulto de lucha, pero los chillidos parecían aumentar en intensidad; al mismo tiempo oyeron el ruido que hacían los cerrojos de la ventana emplomada al descorrerse, y de la propia ventana al rechinar sobre su antepecho como si se abriese.

Un último chillido, tan largo, taladrante y agónico que apenas parecía humano, se hinchó y creció en la habitación, e inesperadamente fue seguido por un silencio de muerte. Unos leves pasos se oyeron cruzando el piso como si fueran del lecho a la ventana, y casi al mismo instante, la puerta se abrió y cediendo de pronto a la violenta presión de los que desde fuera empujaban, precipitó a éstos dentro de la habitación. Estaba vacía. La ventana se hallaba abierta y Schalken saltó sobre una silla para asomarse a la calle y al canal que corría bajo aquélla. No vio figura alguna pero creyó contemplar cómo las aguas del ancho canal, bajo las ventana, se agitaban formando anillos y más anillos que se ensanchaban en pesados círculos, como si un momento antes hubieran sido alterados por la caída de una masa grande y pesada.

Nunca se descubrió la menos señal de Rose, ni nada cierto se supo nunca ni aun se sospechó respecto a su misterioso esposo, no hallándose pista alguna que permitiese desentrañar el intrincado laberinto y llegar a alguna conclusión clara. Pero ocurrió un incidente que, aunque probablemente, a juicio de los más racionales de nuestros lectores, no esclarece el asunto en lo más mínimo, sí produjo una fuerte y duradera impresión en la mente de Schalken. Muchos años después de los sucesos que hemos detallado, Schalken, que a la sazón vivía muy lejos de allí, recibió noticia de que había fallecido su padre y de la fecha fijada para su entierro en la iglesia de Rotterdam. Era necesario que la fúnebre comitiva recorriese un camino muy largo y, como se comprenderá fácilmente, que no fuese muy numerosa. Schalken, por su parte, llegó con dificultades a Rotterdam en las últimas horas del día fijado para la ceremonia.

Pero aún no había llegado el cortejo. Cayó la noche y aún seguía sin aparecer. Schalken entró y vagó por la iglesia —que encontró abierta— donde, según le habían notificado, se iba a verificar el entierro, y en la cual ya estaba abierta la cripta en que se depositaría el cuerpo. El sacristán, al ver un caballero bien trajeado, cuyo objeto evidente era asistir al citado entierro, y que paseaba ocioso por la nave de la iglesia, le invitó hospitalariamente a compartir con él los placeres de un luminoso fuego de leña. Según costumbre suya para tales ocasiones invernales, había encendido la chimenea en una cámara que comunicaba, mediante un tramo de peldaños, con la cripta subterránea. En esa cámara se sentaron Schalken y su acompañante, y el sacristán, después de varios intentos infructuosos de entablar conversación con su invitado, se vio obligado a dedicarse a su pipa y su tabaco para distraer la soledad. Pese a su tristeza y preocupaciones, las fatigas de un rápido viaje de casi cuarenta horas seguidas fueron apoderándose gradualmente de la mente y el cuerpo de Godfrey Schalken, y se hundió en un profundo sueño del que fue despertado por golpecito suave en el hombro.

Al principio creyó que le llamaba el viejo sacristán, pero éste no estaba en la habitación. Se levantó, y tan pronto como pudo observar con claridad cuando le rodeaba, percibió una figura femenina, vestida con una especie de ligera túnica de muselina, cuya parte superior estaba dispuesta en forma de velo que le ocultase el rostro y que llevaba una lámpara en la mano. La figura se movía, alejándose de él en dirección al tramo de escalones que conducían a las bóvedas de la cripta. Schalken sintió un vago temor ante la visión de esta figura, pero al mismo tiempo un impulso irresistible a seguir sus indicaciones. La siguió hacia la cripta, pero al llegar al comienzo de la escalera se detuvo. La figura también hizo un alto y volviéndose dulcemente hacia él dejó ver, a la luz de la lámpara que portaba, el rostro y los rasgos de su primer amor, Rose Valderkaust. No había nada horrible, ni aun triste, en su apariencia.

Al contrario, mostraba la misma dulce sonrisa que tanto encantara al artista en otros tiempos, en sus días felices. Una sensación de pavor e interés, demasiado intensa para resistirla, le incitó a seguir al espectro, si espectro era. Descendió ella los peldaños —él la siguió— y torciendo a la izquierda y atravesando un estrecho pasadizo, le condujo, para su infinita sorpresa, al interior de lo que parecía ser una antigua vivienda holandesa, tal como las pinturas de Gerard Douw habían inmortalizado. En la estancia había un abundante y costoso mobiliario antiguo, y en un rincón se alzaba una cama con cuatro columnas, rodeada de pesadas cortinas de paño oscuro. La figura frecuentemente se volvía hacia él con la misma dulce sonrisa.

Cuando llegó junto al lecho, levantó sus cortinas y, a la luz de la lámpara con que iluminó su contenido, mostró al horrorizado pintor, sentada, rígida, enhiesta, la forma lívida y demoníaca de Vanderhausen. Apenas la vio, cayó Schalken al suelo, sin sentido, donde fue descubierto a la mañana siguiente por las personas encargadas de cerrar los pasajes del interior de la cripta. Yacía en una amplia celda, derrumbado junto a un gran sarcófago sostenido por pequeños pilares de piedra para preservarlo del ataque de los gusanos.

Hasta el día de su muerte estuvo Schalken convencido de la realidad de esta visión; nos ha dejado una curiosa prueba de la impresión que le produjo, en un cuadro ejecutado poco antes después de los sucesos que acabamos de narrar y que es estimable, no sólo por exhibir las peculiaridades que han hecho tan célebre posteriormente la obra de Schalken, sino también por contener un retrato, tan exacto y fiel como sea posible ejecutar de memoria, de su temprano amor, Rose Velderkaust, cuyo misterioso destino quedará para siempre como tema de discusión. El cuadro representa una cámara de viejos sillares, tal como se puede encontrar en la mayor parte de las catedrales antiguas y está iluminada tenuemente por la lámpara que lleva en la mano una figura femenina, tal como más arriba hemos tratado de describir; y al fondo, y a la izquierda del que contemple la pintura, se yergue la forma de un hombre aparentamente recién salido del sueño y en actitud de temor, con la mano en la empuñadura de su espada; esta última figura está iluminada sólo por el agonizante resplandor de un fuego de leña o carbón.

Toda la obra es un perfecto ejemplo de esa artística y singular maestría en la distribución de luces y sombras que ha hecho inmortal el nombre de Schalken entre los artistas de su país. Este relato es puramente tradicional, y el lector deducirá fácilmente del hecho observable de que muchos extremos de la relación quedan sin aclarar, cuando cualquier detalle adicional podría haber añadido algún color y no poco efectismo al relato, que lo que hemos pretendido presentar ante él no es una invención de la imaginación, sino una tradición relativa y perteneciente a la biografía de un artista famoso.

ESCALOFRIANTES CUENTOS DE TERROR JAPONESES
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Cinthia Flores

Fotógrafa y reportera.