LOVE, LOVE, LOVE: ¿POR QUÉ BUSCAMOS TENER SEXO?
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LOVE, LOVE, LOVE: ¿POR QUÉ BUSCAMOS TENER SEXO?

Por Carlos Guevara Casas / @CGuevaraCasas

Según la Asociación Mexicana de Hoteles y Moteles, en los recientes años el día de mayor afluencia en la Ciudad de México es el 14 de febrero, Día del Amor y la Amistad, que no es lo mismo que el sexo pero puede llevar a este. En ese contexto la pregunta es: ¿por qué buscamos tener sexo?

La respuesta depende en buena medida del autor al que se lea. Por diversión evolutiva, sostiene Jared Diamond en ¿Por qué es divertido el sexo? Otros piensan que se debe a que somos máquinas ciegas que solo intentan generar más copias de la app que llevamos dentro; una versión posmoderna, darwinista y nihilista del llamado instinto reproductivo, como lo insinúa Richard Dawkins en El gen egoísta.

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Pintura: Till Rabus.

Evitando los extremos y las críticas a su metodología, los sociobiólogos y psicólogos evolutivos han hurgado en la diversidad biológica por explicaciones. Edward Osborne Wilson, célebre estudioso de las hormigas, abejas y avispas, fue uno de los culpables de la popularización que han tenido las feromonas como explicación amorosa. En 1975 Wilson publicó Sociobiología, un compendio de extrapolaciones de las hipótesis evolutivas sobre la conducta animal en las sociedades humanas. Tan alabado como criticado, es un libro fundamental para encontrar estrategias que nos permitan descargar responsabilidades en nuestra historia evolutiva.

En 1959 Peter Karlson y Martin Lüscher propusieron el término «feromona» para esas sustancias fundamentales en las explicaciones wilsonianas. En realidad se trata de mensajes químicos tan específicos que el asunto llevó a que algunos zoólogos pensaran que no tenía sentido usar esa palabra para los mamíferos cuyos olores parecen ser mucho más complejos y difusos. Por supuesto no tuvieron éxito. Los descubrimientos de feromonas sexuales en ratones y elefantes llevaron a que de inmediato se pensara en una versión humana de estos coqueteos químicos.

Pese al entusiasmo de la industria perfumera, a echarle la culpa de infidelidades, arrebatos inconfesables y galanteos varios, la controversia sobre la existencia de las feromonas sexuales humanas sigue siendo un misterio. La atracción humana parece estar tan lejos de la delicadeza molecular y robótica del amor insecto como del desenfreno mamífero.

Si bien la belleza es un factor incuestionable de la sensualidad humana, la atracción pudiera ser algo más fundamental. En Science of beauty: physical traits that help define female facial attractiveness, April Jamison ilustra la diferencia. Lo bello acarrea una inherente carga cultural. Por supuesto esta se encuentra vinculada a las características físicas pero es tan variable como las naciones, tribus y reinos que han existido. De los cráneos deformados de los mayas a la epidemia colombiana de cirugías estéticas, lo bello tiene más de una interpretación. La atracción, por el contrario, asume un componente evolutivo del tipo que entusiasma a Wilson y sus seguidores.

Luego de infinidad de estudios, cientos de becas de Conacyt y sus equivalentes en cada país no hay consenso. Pero algo está claro: la simetría parece jugar un papel fundamental a la hora de buscar pareja; especialmente en el rostro femenino. Cuando un rostro es demasiado desigual resulta poco atractivo. Ser asimétrico es poco sexi. El patrón se repite en distintas sociedades, volviéndolo uno de los pocos rasgos consistentes en la atracción sexual humana. El rostro parece ser más relevante de lo que la cosificante industria de la pornografía ha pretendido.

Los costes sociales de la pornografía, una compilación de James Stoner y Donna Hughes, muestra cómo la exposición constante a material pornográfico deriva en una interpretación distorsionada y exagerada de la conducta sexual, que a su vez deriva en la paradoja y depresiva dificultad para encontrar pareja. La observación de Michael Pollan (escritor culinario) de que el auge de programas televisivos es síntoma de que ya no se cocina en casa se aplica también a la vida erótica.

El deseo siempre ha tenido un componente aspiracional observable en los frontispicios del templo hindú Khajuraho, tapizado de escenas de sexo grupal, tan engañosas de la sexualidad humana como la industria pornográfica actual. Lejos de la lujuria y de las reivindicaciones feministas, la poliandria fraterna (compartir una esposa entre hermanos) de Himachal Pradesh al norte de la India solo es una muestra de la misoginia y servidumbre sexual femenina.

A finales del siglo XIX Leopold von Sacher-Masoch (de su apellido proviene la palabra «masoquismo») mostró un extremo opuesto en La Venus de las pieles: Wanda fustiga incesantemente a un entusiasmado Severo. El erotismo miró al dolor para hacer evidente lo obvio, el componente simbólico e imaginario del deseo que desconcierta a la psicobiología evolutiva.

Alfred Binet, el mismo que creó los test de inteligencia, acuñó el término «fetichismo» para describir la erotización, no de una persona, sino de una parte de la misma y en un desprendimiento simbólico total, de un objeto. Susan Sontag describe en Bajo el signo de Saturno cómo la parafernalia nazi fue erotizada e incorporada a la teatralidad sadomasoquista. Si la homosexualidad resulta compleja de explicar para la biología evolutiva, la libido vinculada a un objeto aún más.

La homosexualidad ha sido tradicionalmente una mala estrategia para perpetuar los genes. ¿Entonces por qué sigue ocurriendo? A veces sin querer, la ciencia ha dado respuestas, en ocasiones poco populares. En 2015 Peter Frederick, un investigador de la Universidad de Florida, publicó en Proceedings of the Royal Society sus observaciones sobre un grupo de garzas incapaces de copular entre machos y hembras. Al parecer la contaminación por mercurio en la alimentación había afectado su conducta. Los medios de comunicación hablaron de aves gays y todo se descontroló.

A pesar del entusiasmo del activismo gay por encontrar equivalentes a la homosexualidad en el mundo animal, los resultados desataron protestas. La homosexualidad parecía resultado de una intoxicación. Y lo era. En esas aves y bajo esas circunstancias.

La extrapolación directa y sin escalas de los resultados científicos al entorno humano pocas veces resulta una buena idea. Edward Wilson lo aprendió en carne propia. En On human nature, sugirió que las poblaciones humanas de un pasado evolutivo remoto sobrevivían mejor si existía una pequeña proporción de individuos homosexuales que ayudaran en la crianza. Como una tía solterona, aunque él pensaba en las hormigas y abejas estériles que cuidan a sus hermanas larvas. Al activismo no le hizo gracia y en enero de 1978, en la reunión de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia, lo bañaron con agua helada.

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