Por Adán Silva
Luis tiene 7 años, los ruidos en la noche lo asustan, se tapa la cara con una cobija para sentirse protegido. Quizá con el cuerpo cubierto los seres extraños que habitan en la oscuridad no lo encuentren. Accidentalmente, su pie sale del refugio, siente frío, se asusta y lo encoge para resguardarlo. Así pasa la noche, oculto, hasta que se queda dormido. Luis es un niño con miedo, como millones de mexicanos que vivimos la Guerra contra el narcotráfico.
La libertad del Diablo (2017), de Everardo González, no cuenta la historia de un niño como Luis, sino la de miles de personas que sufrieron y siguen sufriendo las consecuencias del embate: víctimas y victimarios. El documental, dice Everardo, tiene dos partes: una fincada en la realidad y otra en la teatralidad.
Sicarios, policías, hijos, esposas, hermanos, todos se abren al colocarse el artilugio creado para comprobar si el rostro es causante de empatía. El resultado: las máscaras imprimen un halo de incertidumbre. Luis oculta sus miedos debajo de una cobija, los personajes de La libertad del Diablo se cubren para escupirlos.
El documental se estrenó mundialmente el pasado 12 de febrero en la Berlinale Special, una sección de la Berlinale 2017 que proyecta una pequeña de selección de filmes que invitan a la reflexión. En México se estreñó en marzo, dentro del Festival Internacional de Cine en Guadalajara (FICG).
La libertad del Diablo no propone una solución, pero sí alienta a la reflexión. Más allá de la idea de «víctimas colaterales» de un ejecutómetro. Testimonios de quienes estuvieron en el campo de guerra y no se quedaron en la frialdad de los números. Everardo, como en Ladrones viejos: las leyendas del artegio (2007), apela a la empatía. No importa si eres ladrón, sicario o policía, tus actos fueron empujados por un motivo.
—¿Qué se siente quitarle la vida a alguien?
—Pues ya no se sentía nada.

Editor Yaconic
Revista de arte y cultura