MÁS ALLÁ DE “EL MEXICANO NO LEE”
¿Por qué los mexicanos leemos 2.9 libros al año? ¿Y por qué se demanda que se lea más? Además, ¿qué tiene de malo leer 2.9 libros al año? En una fiesta un tipo me preguntó sobre la cantidad de libros que leía. “No lo sé”, le dije, y di un sorbo a mi cerveza.
El otro insistió y le dije una cantidad aproximada: “sesenta y ocho”, y comenzó a reírse. “No te creo”, me retó. “Es parte de mi profesión”, contesté y agregué: “Si le preguntarás a un taxista cuántos pasajeros ha subido en su taxi en un año, seguramente no sabría darte una respuesta exacta porque ha subido a uno tras otro buscando la ganancia de su oficio; quizá tratándose de ganarse la vida, porque de eso vive.
Yo vivo de leer y no importa que sea un viaje corto o un viaje largo, necesito seguir leyendo sin importar el número de libros que se suban en mi taxi”.
Tiempo después de lo que me sucedió aquella noche, el siguiente año, comencé a contabilizar mis lecturas a manera de experimento ocioso y llegué a la cantidad de 73 libros. Si me preguntan en este momento cuáles fueron podría acordarme de poco más de la mitad. Y es aquí dónde surge la pregunta: ¿Cuántos libros lee un mexicano en un año? Al tratar de responderla se puede caer en una trampa. Cuando uno lee un libro no necesariamente comprende todo. Y peor aún: no recuerda lo que se leyó. (A mí me ha sucedido).
Puedes leer en voz alta o baja y tu mente puede pensar en otra cosa o detenerse en una palabra, frase o imagen, mientras que tus ojos hacen el recorrido silábico, tus dedos dan la vuelta a la página y terminas, incluso, el libro. Al final sólo se queda en ti esa palabra, esa frase o esa imagen. Lo demás se ha diluido.
La cuantificación de la lectura por el número de libros que se leen cada año existe para mantener una estadística de mercado, y para llenar una nota en los medios cada vez que se celebra el día mundial del libro. La pregunta se sitúa en el contexto internacional. La cantidad que emite la Encuesta Nacional de Lectura (ENL) tiene muchos sesgos, y es notorio el énfasis que se le da solamente a las compras y a las ventas que tienen las editoriales. Con esas cifras se puede medir el interés del mercado, así como el tipo de contenido que se requiere para que ciertos sellos puedan incrementar sus ganancias.
Pero eso no significa que este proceso mercadológico deba quedar invalido, ni tampoco deberían ser una sorpresa sus resultados. Utilizar esta estadística para medir la comprensión lectora o el gusto por la lectura sí que es un error, debido a la complejidad que existe entre el lector y el código simbólico mejor elaborado por el hombre: la lengua.
Además, dado que la estadística resulta sólo un promedio, el año que leí los 73 libros hice la lectura de, por lo menos, 25 personas más que quizá ni leyeron un libro. Así que la encuesta está fuera de toda proporción. Ahora, podemos preguntarnos por esas 25 personas que figuran en las gráficas porcentuales pero que no son actantes de lo que se requiere medir. La pregunta sería: ¿por qué no leen esas 26 personas? La respuesta se encuentra en los temas sociales que más adelante se pondrán en discusión.
Otro escenario con el que se puede topar el lector, es cuando comienza la lectura de ese importantísimo libro del que todos hablan, el que todos citan, de ese que para otro fue trascendental y que ha pasado la prueba de los años y sigue figurando en las listas de los libros que se deben de leer antes de morir. ¿Y qué pasa? Pues que no se aguanta. Desde el primer párrafo queda truncada esa expectativa generada, y no se encuentra lo que otros encontraron de magnífico en él. Entonces te preguntas: “¿acaso seré el único idiota que no tiene ninguna satisfacción por este libro?”.

Pero aún hay más clichés alrededor de la lectura, como: “Leer es un placer” o “Sólo el 34% de los mexicanos lee por placer”. Recuerdo que la primera vez que traté de leer A Sangre fría, de Truman Capote, no pasé de la primera página. No soporté su descripción minuciosa del poblado de Kansas. Lo dejé para unos meses después. ¿Pero que hubiera sucedido si lo dejaba para nunca más leerlo? No fue el caso y lo leí en dos días.
Ha sido la única ocasión en la que me desperté del sueño con las ansias de saber qué le ocurría a los personajes, y en la que una noche antes había detenido la lectura hasta que mis ojos se cerraron por completo. Estaba noqueado por el cansancio.
¿Pero qué tanto placer me causó leer A sangre fría? Ninguno. Con su narración, Capote me hizo sentir mucho, menos placer. Otro libro que me causó mucha angustia fue 2666 de Roberto Bolaño. Lo leí en poco tiempo, pero su impacto narrativo, la sensación constante de angustia, de acoso y persecución me dejó en mal estado por mucho tiempo. Aún tengo muchas de sus escenas marcadas en mi memoria. No me gustaría leerlo de nuevo… por ahora.
En la edición 2014 de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara acudí a la presentación del libro La lectura, otra revolución, de la escritora argentina María Teresa Andruetto, quien en ese año ganó el premio que se considera el Nobel de la literatura infantil: el Hans Cristian Andersen.
En la ronda de preguntas tomé el micrófono y le solté a quemarropa: ¿En qué momento se podría decir que la lectura no es un placer? Una semana después, por casualidad, encontré la nota de esa presentación en la edición de La Jornada en línea. Juan Carlos G. Partida, el corresponsal que realizó la cobertura, recogió la respuesta que me dio Andruetto, lo cual agradezco y reproduzco: “La lectura siempre es un placer si entendemos por placer la dificultad, no siempre es placentera en el sentido narcotizante. Atravesar un libro que ofrece ciertas dificultades también ofrece un placer añadido, el de haber traspasado una puerta”.
Andruetto siempre ha tenido el interés en el tema. En La lectura, otra revolución se recopilan artículos y discursos. En éstos siempre hay una reflexión en torno a las circunstancias que giran alrededor del texto lingüístico. Desde la importancia social del lector hasta los diferentes soportes de lectura y escritura. Uno de los temas constantes en sus discursos es la biografía lectora, es decir, el inicio, el primer momento en que un lector se volvió un asiduo consumidor de libros. Los datos biográficos que más señala Andruetto son el medio social en el que el lector se inclinó por la lectura.
Cuestiona la migración, la dictadura, el contenido de los libros, la brutalidad ideológica que pueden portar, su mercado y difusión. En estos cuestionamientos apunta que “La buena literatura quiere lectores capaces de leer en serio, lectores capaces de comprender que la única libertad de pensamiento es la libertad que se construye”. Además de que otorga como ejemplos algunos personajes que salieron de un analfabetismo para convertirse en celebres lectores.
Entonces, ¿cómo medir la comprensión lectora de los mexicanos, de uno mismo? Sin duda el tema es complejo y abarca muchas vertientes. En principio, podemos subrayar que la métrica de la ENL es errónea. Confiarnos en una estadística tan ambigua, que no toma en consideración el contexto biográfico del lector, su capacidad de comprensión sobre un texto lingüístico, el gozo o la zozobra que puede llegar a tener en el momento en que lo reproduce en voz alta o en voz baja, las finanzas de ese lector, su conocimiento sobre los puntos de distribución y venta de los libros, el soporte en que se coloca el texto, etcétera, seguramente nos dejará mal parados ante el acto de leer.
Leer es un derecho de todas las personas, niños, jóvenes, ancianos y personas con capacidades diferentes. Ayudar a difundirlo es parte de una obligación que los lectores voraces debemos de compartir. Así que si eres uno de los que lee 2.9 libros al año, no te preocupes, esos libros pueden ser tan gordos que te tome mucho tiempo leerlos o tan delgados que te tome aún más tiempo. No importa cuánto leas, lo que importa es la profundidad de cómo lo hagas.

Para finalizar traeré a cuento a Quino. En una rueda de prensa que el caricaturista argentino ofreció en 2014 cuando le otorgaron el premio Príncipe de Asturias, declaró que Mafalda no servía para hacer mejores personas porque se continuaban cometiendo los mismos errores de hace más de 40 años. Aquellos primeros lectores de Mafalda que eran niños y que ahora son adultos han cometido esas atrocidades, como sus antecesores. Y hay que preguntarse: ¿leer te hace mejor persona?
Por Rolando Vieyra Solares / @VieyraSolar
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