DE STEVE JOBS A NO JOBS
Para Alejandro Borges.
Por América Pacheco / @amerikapa
Dediqué diez años de mi vida laboral a ser parte del perfecto esqueleto de una compañía europea de la industria eléctrica. Las experiencias y traumas adquiridos en una década me hicieron pensar que había tenido la fortuna de aprender más de conducta humana de lo que la carrera de psicología impartida en Berkeley puede ofrecer. Sin embargo, los dos años y medio que le he ofrendado al mundo de la publicidad me han hecho tragar cada una de mis presuntuosas palabras. Todo por los millennials.
LEMURIÓSFERA
Trabajar para una empresa de dos mil quinientos empleados cuya plantilla laboral es ocupada en un 90 por ciento por ingenieros —y no ser uno—, es el equivalente cuántico a ser arrastrado y atado de pies y manos con la cara al suelo tal y cómo nos ilustra con chabacanería Dante, en su quinto círculo del purgatorio. No exagero, siempre lo hago, pero no esta vez.
En el extravagante hábitat de los ingenieros, descubrí una sub especie muy peculiar y a la que decidí llamar lémur. Aclaro que no todos los ingenieros entran en esta descripción, pero casi todos los lémures que conozco son ingenieros. Los contadores pueden entrar también en esta clasificación sustentada en complejos análisis y avalada por la Universidad de Harvard. Los lémures, esos tímidos y sumisos pequeñuelos provenientes de Madagascar, poseen una personalidad fascinante: se reproducen fácilmente en cautiverio, viven en grupos no mayores a 30 bestezuelas, son diurnos y poco ambiciosos.
Eligen meticulosamente su área de confort y no aspiran dominar terrenos más allá de los que sean capaces de tener total control, por lo que exploran a conciencia y suma precaución el terreno que habrán de elegir como su hábitat. Las hembras dominan al macho y deciden qué carajos se hace dentro de sus dominios. El lémur macho se conforma con proveer y mantener seguro el hogar. Como los ingenieros, pues.

Debo reconocer que al principio fue sencillo y manejable cohabitar laboralmente con esos pobres incapaces de negar un “buenos días”, “con permiso”, “provecho”. Pero coexistir 8 horas diarias durante 12 meses con esas lastimosas almas que crecieron en el salvajerío sin protección al horror de la imprudencia, pero con buenos modales —pueden ser chacales, pero absolutamente correctos—, fue una de las mayores afrentas a mi espíritu punk. Algunos lémures cuentan en el anaquel de logros hasta maestrías, aunque parezca que fueron amamantados por lobos, pero intentar mantener una charla aderezada con chispas de filosofía, se convertía en la estéril causa de mostrarle el universo estelar a un topo (AB. dixit).
En alguna ocasión fui secuestrada en la oficina de ellos durante hora y media. Todo fue mi culpa, lo reconozco con vergüenza. Tuve el pésimo tino de intentar devolver un poco de cortesía en el comedor al establecer una charla insignificante cuando tomó asiento junto a mí.
Para un lémur cuya aspiración verdadera y por la que sacrifica todo lo sacrificable, se traduce en casarse de blanco, traer al mundo a lemurcitos a quienes heredarles el fruto de la hipoteca, entregarle a su mujer hasta el último de sus vales de despensa, jugar fútbol los jueves en el equipo de la empresa, ir de vacaciones a Acapulco, jubilarse y chupar hasta el vómito en el Irish Pub de Polanco; era natural que se escandalizara al escuchar mi casual confesión: nunca haber tenido la intención de obtener un crédito del Infonavit. Durante una hora tuve que soplarme la perorata del ejecutivo de finanzas del Lémur Director y a quién debía la fortuna de haber empeñado 20 años de libertad financiera para lograr el sueño de mamá Lémur: su casa propia.
Cada vez que veo el video de “Lemur on drugs” imagino al Lémur Director abriendo su estado de cuenta del Afore.
A partir de ese día jamás volví a compartir mesa con nadie o hacer preguntas peligrosas. Los últimos años dentro de esas cuatro paredes pedí servicio de comida al escritorio, mi comedor favorito.
No se confundan: agradezco con lágrimas en los ojos al Santo niño Tarsicio la existencia de tan útil especie. A lémures de capacidades notabilísimas le debemos todos el gozar de los beneficios de la tecnología y el progreso, pero jamás me casaría con uno. No soy mejor que ellos. Nacimos en úteros de especies distintas. Solo eso.
RESILIENTE YO SOY, BITCH
Espinosas razones (y que forman parte de otro relato) me obligaron a renunciar a un status laboral por el que muchos de los que conozco matarían: seguro de gastos médicos mayores, bonos de productividad y logro de objetivos, reparto de utilidades, fondo de ahorro, vacaciones pagadas, aguinaldo de 30 días, vales de despensa y antigüedad en el seguro social. Dejé todo por el sueño americano: fui reclutada en una agencia de publicidad gringa. La vida como la conocí cambió por completo.
Ahora, como flamante publicista, convivo con otro segmento evolutivo del mamífero: los pinches millennials. Y la cosa no es fácil, no, no, no.
Quizá cometo un gravísimo error al detestarlos, pero la estructura de organización y responsabilidad que concibo como la adecuada, está años luz a lo que la mayoría de estos chicos concibe como desempeño laboral.
Los millennials son una pesadilla.
Me explico: en la agencia todos sin excepción trabajamos en la modalidad de home office, ninguno de nosotros tiene que levantarse de madrugada para alcanzar al Metrobús semi vacío. Nuestra oficina es el espacio que se nos dé la gana y que nos proporcione la atmósfera adecuada para concentrarnos en los deberes cotidianos. ¿Quieres trabajar en la cantina? Go ahead, nomás asegúrate que El Corona tenga una buena conexión a internet. ¿Acaso es mucho pedir?
Al igual que el Efecto Lémur, no todos los millennials son cretinos. Me queda claro, así que, por favor, déjenme generalizar a gusto. Esta muestra no es representativa, pero es mía y nada más.
No logro concebir que un cabrón que goza de beneficios invaluables como la administración individual de tiempos, la ausencia absoluta de látigos laborales, códigos de vestimenta o ética de conducta (trabajar en pelotas y un vodka tonic en mano, por ejemplo), pagos puntuales y el mejor ambiente laboral que el dinero pueda comprar, no cumplen su pinche trabajo. ¿Qué tan complicado puede ser entregar tu contenido el día 10 de cada mes, entrar a un call meeting por Skype todos los martes a las 10:00 am, avisar que ya subiste un diseño al Dropbox, responder un correo electrónico con un escueto «Sí, ya lo hice»? De verdad, hermanos, ¿es mucho pedir?
—Luis, mandas el correo, por favor, el cliente estará esperando tu respuesta para poder liberar el presupuesto.
—Sí, claro, cuenta con ello.
No lo manda.
—Carla, he aquí tu manual de operaciones, ahí está toda la información que necesitas para comenzar a operar tus funciones. ¿Te quedó claro?
—Totalmente, entendí perfecto y ardo en deseos de comenzar a demostrar que contrataron a la mejor.
No entendió nada y mandó todo pinches al revés.
—Manuel, el cliente pide un arte con palmeras, fondo amarillo y letras rojas. Te lo encargo.
—Ok, jefa, trabajo en eso ahora mismo.
—Manuel, ¡mandaste un diseño con pelotas rojas y letras amarillas!
—Ah, sorry, ya te lo mando.
—Manuel, no jodas. El diseño tiene palmeras amarillas, fondo rojo y letras verdes, ¿qué pedo?
Se repite el ciclo diez veces con hipopótamos, abedules, baobabs y los embriagantes colores de las flores.
—Manuel, lo siento, pero no eres la persona adecuada para el puesto. Gracias por tu tiempo.
Al día siguiente: ¿qué dijo el cliente? ¿Le gustó? ¿Ahora qué hago?
He descubierto millennials impresentables que renuncian a los dos meses porque no soportan la tristeza que les ha dejado en el alma la pérdida de su perico de nombre Lucas; tristeza que les impide trabajar, sonreír o caminar. Jamás olvidaré a esa noble bestia del señor que, durante una presentación de resultados con una marca chilena, olvidó que nos estaba compartiendo su pantalla y todos pudimos ver cómo intercambiaba nudes con su compadre durante 5 largos minutos. O aquel espíritu libre que, al mes de haber ingresado a su empleo, se fugó de vacaciones a Costa Rica y renunció tres semanas después de su regreso porque no soportó saberse desaprovechado. Extrañaba tanto la vida godinez, que cayó en depresión profunda al saberse dueño absoluto de su tiempo. Sí, también descubrí que existen bestias domesticadas que añoran sus correas.
He visto renunciar a tantos millennials oligofrénicos por las razones más ridículas, que he caído presa de la saudade por la Lemuriósfera. Creo que actualmente me encuentro en un punto en el que considero pertinente darles voz y rostro.
Los Lémures merecen un espacio en la memoria colectiva. Reconozcámoslos como tribu urbana porque son legión. Démosle a esta especie el lugar que la biología les negó.

Editor Yaconic
Revista de arte y cultura