Siempre fue un rumor que Pedro Infante había sobrevivido al accidente aéreo. Unos decían que se estaba cogiendo a la mujer de un político. Amar a una mujer ajena siempre te dejará en la miseria. Porque nunca será tuya o porque nunca será tuya. Lo mandaron a quitar de en medio. Pero los asesinos lo admiraban tanto que lo dejaron libre. Pero esa historia es falsa. Lo que yo conocí no tenía rostro. Era un hombre, porque caminaba, comía y cantaba, pero su rostro…
Mi amigo P., dueño de un antro clandestino en Garibaldi, me preguntó una noche, mientras me dejaba unos gramos de coca y una botella de vodka, ¿quieres conocer a Pedro Infante? Me reí. Mi bróder se salió sonriendo. Solo no le puedes preguntar nada. Lo único que le puedes pedir son canciones. Y salió del cuarto que siempre me tenía reservado.
Entró al cuarto un sarape mugroso, un sombrero a punto de desbaratarse y un aroma a orines. Cruzó la puerta despacio una sombra encorvada, que a punto estaba de pedir permiso por existir. Sus zapatos estaban rotos y su guitarra era un remedo. ¿Cuál quieres, mi carnal?, me preguntó P.
“El tren sin pasajeros” contesté sin dudarlo mientras me forjaba no una raya de coca, sino una gran vía de tren capaz de cruzar el país de norte a sur.
Aquel hombre, por llamarlo de algún modo, comenzó a golpear con sus dedos la panza de su instrumento imitando el sonido de un ferrocarril. Y enseguida brotó de su vieja garganta un aullido doloroso que me acarició el alma. Era él, no había duda. No era muy hábil con la guitarra y las condiciones del instrumento tampoco ayudaban. El más neófito lo habría reconocido.
Bebimos y me drogué. A las cinco de la mañana se despidió. No quiso aceptarme la lana. No hablamos, solo lo dejé cantar. Esa mujer no es la última, me dijo. “Eres de esos cabrones a los que el dolor por unas nalgas se les nota desde lejos. Así somos los hombres”.
Lo volví a ver varias veces. No era normal que se dejara ver. Igual que a mí, lo conocían las putas viejas que rondaban esos lugares que nunca cerraban y las teiboleras. Aunque a él lo trataban mucho mejor. Se sentaba a veces con un viejo pollero guatemalteco que vive en silla de ruedas.
Una vez lo acompañé a su hotel en la colonia Obrera. Al Tío Sam. En el camino le pregunté si recordaba a Higinio Ruvalcaba, el hombre que le enseñó a tocar el violín para que hiciera el papel de Juventino Rosas en la película Sobre las olas. Sonrío, o hizo una mueca como le fue posible que quería decir que sí. Porque estaba desfigurado, no veía de un ojo. “Buen tipo”, me dijo. “Su hijo era encantador”. Quise presumirle y decirle que ese niño que besó en la frente se llamaba Eusebio y que era mi maestro. No pareció importarle mucho.
El recepcionista estaba fumándose unas piedras cuando cruzamos la puerta. Lo dejé. La última canción que le escuché cantar fue “Muñeco de cuerda”. El avión carguero de Tamsa que se estrelló en la calle 54 de Mérida no lo pudo matar. Lo mataron los años y las hambres. Una vez dejó de ir. Garibaldi dejó de ser una plaza en donde se pueda beber y mi amigo P. regeneró su vida.
El único que queda en la noche soy yo. Y a veces se me antoja cantar canciones rancheras, pero no con mariachi: con un solo hombre y su guitarra destartalada.

Adrián Román
jalisciense que cuenta historias.