Solo 22 días después de su combate contra Azumah Nelson, el capote de su Porsche le voló la tapa craneal en la carretera de Querétaro a San Luis. Eran las 3 de la madrugada con cuarenta y cinco minutos del 12 de agosto de 1982. Salvador Sánchez es el Pedro Infante de los aficionados mexicanos al box. Es una joya única e irrepetible por la que aún se siente nostalgia. Nadie sabe hasta dónde hubiera llegado su carrera, pero algunos lo mencionan como el mejor pugilista mexicano de todos los tiempos.
GÉNESIS DE UN HÉROE
Es 2 de Febrero de 1980. Concentrado en su esquina, Salvador Sánchez mira al suelo mientras agita las piernas. Los guantes que cubren sus puños son azules. Hasta ahora son pocos los que reconocen su talento. Nació hace 21 años. Para muchos es desconocido, incluso en México. Estamos en el Veteran’s Memorial Coliseum, en Phoenix, Arizona. El pelirrojo de shorts negros es Danny “Little Red” López, campeón mundial de peso pluma. Los momios están a su favor, al menos 3 a 1. Suena la campana.
Danny López es un hombre acostumbrado a ganar. Ha vencido a gente de la aristocracia boxística de México. Rubén Olivares y Chucho Castillo, por ejemplo. Lleva ocho defensas de título. Es de sangre guerrera, sus ancestros son pieles rojas e irlandeses. Salvador resulta un retador insolente, que se mueve obedeciendo las manecillas del reloj y luego en sentido contrario. Marca el ritmo de la pelea metiendo combinaciones efectivas. Cuando el cuarto round inicia, el campeón tiene deforme el costado izquierdo del rostro. Cada que Sal mete las manos el resultado es violento.
El Coloradito tira golpes a donde Sánchez se esfuma. Faltando quince segundos para que el sexto round termine, el réferi detiene la pelea. El doctor revisa la herida en la ceja izquierda de Dany. Al final de la pelea Salvador declarará que le sorprendió que dejaran seguir a su rival con un corte tan profundo. Una parte del público pide que se detenga el pleito. El doctor dice que siga. En un arresto demente el Coloradito se lanza sobre el retador conectando golpes, pero recibiendo un castigo doble o triple por cada vez que pega.
Salvador domina a la distancia y en corto. The Little Red tiene un corte en el pómulo derecho por el que brota sangre. Hay una dignidad intraducible en cualquier hombre fulminado que sigue en pie. La pelea vuelve a detenerse y otra vez el doctor da luz verde.
Danny López demuestra una hombría imbatible en el round once, cuando Salvador lo lleva a las cuerdas con golpes duros. Una necedad ejemplar. Un arrojo suicida e insolente que le impide meter reversa y caer noqueado. Sánchez ve el rostro masacrado y no se precipita sobre el rival en afán de aplicar cloroformo. Es un tipo duro, frío, calculador, que por momentos recuerda al personaje de Alain Delon en El Samurái.
El round trece es el último. Sánchez eligió recto de derecha y volado de izquierda para cerrar el concierto. Otra vez la zurda, pero ahora al mentón y luego una derecha en forma de gancho. Y más ganchos; en ritmo vertiginoso y estético al rostro de López, quien mantenía los brazos arriba, pero tan separados, que no lograban evitar el paso de los golpes. El réferi intervino para anunciar que hay nuevo campeón del mundo. Un reportero gringo pregunta a Sánchez si se considera héroe nacional. El traductor es involuntariamente cómico. “¿Qué si eres un aroé?”. La respuesta es sí: “Sí, soy héroe nacional”, dice Sal.
EL CASO WILFREDO GÓMEZ
Wilfredo era un portorriqueño fuera de serie arriba del ring, al que le gustaba ensañarse con los peleadores mexicanos. Subió al cuadrilátero con 32 peleas ganadas por nocaut. Antes de enfrentar a Salvador Sánchez había vencido a 10 compatriotas. Raúl Tirado, Juan Antonio López y Carlos Zárate eran algunas de las víctimas más castigadas. A Zárate incluso lo golpeó en el suelo. Durante las conferencias de prensa, previas a la pelea con Sánchez, Gómez menospreció al box mexicano y aseguró que terminaría en ocho rounds con Salvador. Sal prefirió mantenerse en silencio y sacar el veneno en el encuentro.
Hubo mariachis y orquesta antes del combate. Sonrisas y actitudes prepotentes de Wilfredo. Pasó al vestidor de Sánchez a sugerirle a gritos que se tomara una foto para que pudiera recordar su rostro. Wilfredo pensaba que masacraría a Salvador. Los apostadores igual. Al otro lado del ring, lleno de confianza, silente y de mirada asesina, esperaba Salvador.
Todo se resolvió en el primer round. Wilfredo Gómez nunca había estado en la lona. No se veía bien al levantarse. Cortesía de un recto de derecha y un remate de izquierda cuando ya iba camino al suelo. Levantarse fue peor. Siguió una serie de golpes al rostro, cada uno entraba superando el tono del golpe anterior, siguiendo una melodía violenta que parecía no tener fin.
“¡Ya chingamos!”, dicen que gritó Cristóbal Rosas cuando Gómez se fue a la lona. Los siguientes rounds se llevaron a cabo en el ritmo de una cátedra amena. Don Cristóbal, mánager de Sánchez, le sugirió que boxeara al boricua, que no se lo acabara. No solo se perdía en el aire el veneno de Wilfredo, sino que los golpes que conectó no causaban el efecto esperado.
Sánchez estaba hecho de otra cosa, no era de la misma materia de la que estaban fabricados sus rivales anteriores. El final fue de película. Sal esperó el episodio ocho. Los trazos de la obra habían sido marcados, faltaba culminarla. La caída de Wilfredo es de esas cosas que dan gusto y duelen. Siempre duele ver aun hombre madreado. Pero ahí, en el mismo lugar donde nace ese dolor, brota el morbo de ver la derrota en una de sus expresiones más altas. Hay hombres de talento que son superados por otros que parecen señalados para las grandes hazañas.
Si se tratara de un escritor, diríamos que con la pelea del 21 de agosto de 1981, Salvador Sánchez escribió su Pedro Páramo, su José Trigo, su Piedra de sol. Una obra única de ocho capítulos trepidantes, conmovedores y contundentes.
EL INFORME SOBRE SÁNCHEZ
En una época en la que las peleas duran quince rounds, Salvador Sánchez es un poeta de largo aliento. Llega entero al final de los combates. En cada round alcanza notas capaces de complacer al más exigente de los aficionados. Emociona constantemente a la tribuna. Tiene encanto en la pegada y en su andar por el ring. Su sonrisa y su pelo le otorgan un carisma de niño. Descifra con facilidad el password de las defensas ajenas. Construye túneles en la guardia de sus oponentes. Y a cada golpe los hace más grandes. Cimenta con paciencia de sabio el derrumbe de sus rivales. Y por más maltratados que estén, parece no sentir nada que le haga disminuir el castigo o acelerarlo para terminar más pronto. No, él sabe que todo tiene su momento de caer.
Nunca abre la boca sobre el ring. Tampoco abajo. No busca aire para continuar. Sus declaraciones son prudentes y moderadas. Nada que ver con lo bestial que es sobre el cuadrilátero. Tiene una mandíbula que le permite pasar por este mundo sin que nadie lo tumbe. La única vez que visitó la lona fue por un resbalón.
Salvador significó una pérdida grande para el show. Si Rubén Olivares era adorado en Los Ángeles, la casa de Salvador Sánchez era Las Vegas. Una clase de boxeador se extinguió con él; dispuesto siempre a pelear contra el contrincante mejor ubicado en la lista y acostumbrado a desbaratarlos poco a poco. Un estilo comercial. Da la impresión que Sánchez solo debía de estirar la mano para alcanzar el rostro de sus oponentes; ellos debían enfrentarse al acertijo que mientras no tuviera respuesta, más complejo se volvía.
Nunca fue a un escenario europeo o asiático a pelear. Era un producto que los gringos y los mojados consumían bien. 30 meses y 12 días duró su reinado. La última vez que peleó en el Distrito Federal fue contra el Negro Torres. Su primer acercamiento con un ring fue en uno de lucha libre. Su tío entrenaba box y lucha. A los trece años se definió por el pugilismo. Murió en un Porsche de madrugada a los 23 años. Una especie de rockstar. Un capricho de los dioses por llevarse lo que vale la pena de esta tierra.
ÚLTIMA VEZ SOBRE EL RING
Al comenzar el round quince, el último de su carrera, extendió los guantes y los chocó con su rival, Azumah Nelson. Salvador defendía el título por novena vez. Nelson, un hombre veloz, campeón pluma de África, mostraba los estragos de haber peleado tantos rounds con un hombre que descansaba su mente sobre hielo cuando se trataba de golpear rivales.
Todos hemos visto cuando un boxeador recibe un golpe tan fuerte que el cuerpo se le hace de chicle. Eso provoca Sánchez en el africano con un zurdazo. Quien levanta la guardia luego de un lapso en que se desconecta por completo. ¿Cómo puede seguir de pie? Recibe otra izquierda, una derecha y a la lona. La dignidad o el orgullo funcionan como un resorte en el cuerpo de los peleadores. Se levantan sin haber aprovechado para dar, al menos, un breve descanso al cuerpo. Están desbaratados. Quieren más pelea. Algo en su interior les dice que aún es posible ganar. Aunque sean ellos los únicos que lo crean. Y solo son ellos quienes deben creerlo.
Así fue Azumah al frente, pero solo unos segundos más. Esa fue la única vez que alguien lo pudo noquear en toda su carrera. Lo que quedaba de combate era innecesario verlo. Ya había ganador: el tipo de short y guantes rojos que sube en las cuerdas del ring para festejar su última victoria en esta tierra.
Según Juan José Torres Landa, el representante de Sal Sánchez, había un contrato firmado por el mexicano para enfrentar a Alexis Arguello, pero este nunca quiso poner su firma. Una vez declaró que no tenía piernas para enfrentar al mexicano y eso hubiera sido una carencia que quizá le habría costado la derrota. Hoy todo suena a mito. A veces la muerte es un modo de nunca caer.
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Adrián Román
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