Stephen King: escalofriantes cuentos cortos escritos por el maestro del terror
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Stephen King: escalofriantes cuentos cortos escritos por el maestro del terror

Stephen King, el gran amo de la literatura de terror, además de sus grandes obras en serie. Cuenta con varios textos cortos que igualmente son aterradores. El escritor tiene un estilo que oscila entre las novelas de terror, ficción sobrenatural, misterio, ciencia ficción y literatura fantástica. 

Sus libros han vendido más de 350 millones de ejemplares​ y en su mayoría han sido adaptados al cine y a la televisión. A lo largo de su trayectoria publicó 61 novelas (siete de ellas, bajo el pseudónimo Richard Bachman) y también siete libros de no ficción. Su obra maestra, el mismo escritor ha seleccionado La Torre Oscura y como el más aterrador opta por El misterio de Salem’s Lot.

A continuación encuentras cinco cuentos cortos y pocos conocidos de Stephen King.

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El Asesino

Repentinamente se despertó sobresaltado, y se dio cuenta de que no sabía quién era, ni que estaba haciendo aquí, en una fábrica de municiones. No podía recordar su nombre ni qué había estado haciendo. No podía recordar nada.

La fábrica era enorme, con líneas de ensamblaje, y cintas transportadoras, y con el sonido de las partes que estaban siendo ensambladas.

Tomó uno de los revólveres acabados de una caja donde estaban siendo, automáticamente, empaquetados. Evidentemente había estado operando en la máquina, pero ahora estaba parada.

Recogía el revólver como algo muy natural. Caminó lentamente hacia el otro lado de la fábrica, a lo largo de las rampas de vigilancia. Allí había otro hombre empaquetando balas.

–¿Quién Soy? –le dijo pausadamente, indeciso.

El hombre continuó trabajando. No levantó la vista, daba la sensación de que no le había escuchado.

–¿Quién soy? ¿Quién soy? – gritó, y aunque toda la fábrica retumbó con el eco de sus salvajes gritos, nada cambió. Los hombres continuaron trabajando, sin levantar la vista.

Agitó el revólver junto a la cabeza del hombre que empaquetaba balas. Le golpeó, y el empaquetador cayó, y con su cara, golpeó la caja de balas que cayeron sobre el suelo.

Él recogió una. Era el calibre correcto. Cargó varias más.

Escucho el click-click de pisadas sobre él, se volvió y vio a otro hombre caminando sobre una rampa de vigilancia. «¿Quién soy?» , le gritó. Realmente no esperaba obtener respuesta.

Pero el hombre miró hacia abajo, y comenzó a correr.

Apuntó el revólver hacia arriba y disparó dos veces. El hombre se detuvo, y cayó de rodillas, pero antes de caer pulsó un botón rojo en la pared.

Una sirena comenzó a aullar, ruidosa y claramente.

«¡Asesino! ¡asesino! ¡asesino!» – bramaron los altavoces.

Los trabajadores no levantaron la vista. Continuaron trabajando.

Corrió, intentando alejarse de la sirena, del altavoz. Vio una puerta, y corrió hacia ella.

La abrió, y cuatro hombres uniformados aparecieron. Le dispararon con extrañas armas de energía. Los rayos pasaron a su lado.

Disparó tres veces más, y uno de los hombres uniformados cayó, su arma resonó al caer al suelo.

Corrió en otra dirección, pero más uniformados llegaban desde la otra puerta. Miró furiosamente alrededor. ¡Estaban llegando de todos lados! ¡Tenía que escapar!

Trepó, más y más alto, hacia la parte superior. Pero había más de ellos allí. Le tenían atrapado. Disparó hasta vaciar el cargador del revólver.

Se acercaron hacia él, algunos desde arriba, otros desde abajo. «¡Por favor! ¡No disparen! ¡No se dan cuenta que solo quiero saber quién soy!»

Dispararon, y los rayos de energía le abatieron. Todo se volvió oscuro…

Les observaron cómo cerraban la puerta tras él, y entonces el camión se alejó. «Uno de ellos se convierte en asesino de vez en cuando», dijo el guarda.

«No lo entiendo», dijo el segundo, rascándose la cabeza. «Mira ese. ¿Qué era lo que decía? Solo quiero saber quién soy. Eso era”.

Parecía casi humano. Estoy comenzando a pensar que están haciendo esos robots demasiado bien.»

Observaron al camión de reparación de robots desaparecer por la curva.

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Cuentos de terror

Coco

–Recurro a usted porque quiero contarle mi historia –dijo el hombre acostado sobre el diván del doctor Harper.

El hombre era Lester Billings, de Waterbury, Connecticut. Según la ficha de la enfermera Vickers, tenía veintiocho años, trabajaba para una empresa industrial de Nueva York, estaba divorciado, y había tenido tres hijos. Todos muertos.

–No puedo recurrir a un cura porque no soy católico. No puedo recurrir a un abogado porque no he hecho nada que deba consultar con él. Lo único que hice fue matar a mis hijos. De uno en uno. Los maté a todos.

El doctor Harper puso en marcha el magnetófono.

Billings estaba duro como una estaca sobre el diván, sin darle un ápice de sí. Sus pies sobresalían, rígidos, por el extremo. Era la imagen de un hombre que se sometía a una humillación necesaria. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, como un cadáver. Sus facciones se mantenían escrupulosamente compuestas. Miraba el simple cielo raso, blanco, de paneles, como si por su superficie desfilaran escenas e imágenes.

–Quiere decir que los mató realmente, o…

–No. –Un movimiento impaciente de la mano–. Pero fui el responsable. Denny en 1967. Shirl en 1971. Y Andy este año. Quiero contárselo.

El doctor Harper no dio nada. Le pareció que Billings tenía un aspecto demacrado y envejecido. Su cabello raleaba, su tez estaba pálida. Sus ojos encerraban todos los secretos miserables del whisky.

–Fueron asesinados, ¿entiende? Pero nadie lo cree. Si lo creyeran, todo se arreglaría.

–¿Por qué?

–Porque…

Billings se interrumpió y se irguió bruscamente sobre los codos, mirando hacia el otro extremo de la habitación.

–¿Qué es eso? –bramó. Sus ojos se habían entrecerrado, reduciéndose a dos tajos oscuros.

–¿Qué es qué?

–Esa puerta.

–El armario empotrado –respondió el doctor Harper–. Donde cuelgo mi abrigo y dejo mis chanclos.

–Ábralo. Quiero ver lo que hay dentro.

El doctor Harper se levantó en silencio, atravesó la habitación y abrió la puerta. Dentro, una gabardina marrón colgaba de una de las cuatro o cinco perchas. Abajo había un par de chanclos relucientes. Dentro de uno de ellos había un ejemplar cuidadosamente doblado del New York Times. Eso era todo.

–¿Conforme? –preguntó el doctor Harper.

–Sí. –Billings dejó de apoyarse sobre los codos y volvió a la posición anterior.

–Decía –manifestó el doctor Harper mientras volvía a su silla– que si se pudiera probar el asesinato de sus tres hijos, todos sus problemas se solucionarían. ¿Por qué?

–Me mandarían a la cárcel –explicó Billings inmediatamente–. Para toda la vida. Y en una cárcel uno puede ver lo que hay dentro de todas las habitaciones. Todas las habitaciones. –Sonrió a la nada.

–¿Cómo fueron asesinados sus hijos?

–¡No trate de arrancármelo por la fuerza!

Billings se volvió y miró a Harper con expresión aviesa.

–Se lo diré, no se preocupe. No soy uno de sus chalados que se pasean por el mundo y pretenden ser Napoleón o que justifican haberse aficionado a la heroína porque la madre no los quería. Sé que no me creerá. No me interesa. No importa. Me bastará con contárselo.

–Muy bien. –El doctor Harper extrajo su pipa.

–Me casé con Rita en 1965… Yo tenía veintiún años y ella dieciocho. Estaba embarazada. Ese hijo fue Denny. –Sus labios se contorsionaron para formar una sonrisa gomosa, grotesca, que desapareció en un abrir y cerrar de ojos–. Tuve que dejar la Universidad y buscar empleo, pero no me importó. Los amaba a los dos. Éramos muy felices. Rita volvió a quedarse embarazada poco después del nacimiento de Denny, y Shirl vino al mundo en diciembre de 1966. Andy nació en el verano de 1969, cuando Denny ya había muerto. Andy fue un accidente. Eso dijo Rita. Aseguró que a veces los anticonceptivos fallan. Yo sospecho que fue más que un accidente. Los hijos atan al hombre, usted sabe. Eso les gusta a las mujeres, sobre todo cuando el hombre es más inteligente que ellas. ¿No le parece?

Harper emitió un gruñido neutro.

–Pero no importa. A pesar de todo los quería. –Lo dijo con tono casi vengativo, como si hubiera amado a los niños para castigar a su esposa.

–¿Quién mató a los niños? –preguntó Harper.

–El coco –respondió inmediatamente Lester Billings–. El coco los mató a todos. Sencillamente, salió del armario y los mató. –Se volvió y sonrió–. Claro, usted cree que estoy loco. Lo leo en su cara. Pero no me importa. Lo único que deseo es desahogarme e irme.

–Le escucho –dijo Harper.

–Todo comenzó cuando Denny tenía casi dos años y Shirl era apenas un bebé. Denny empezó a llorar cuando Rita lo tenía en la cama. Verá, teníamos un apartamento de dos dormitorios. Shirl dormía en una cuna, en nuestra habitación. Al principio pensé que Denny lloraba porque ya no podía llevarse el biberón a la cama. Rita dijo que no nos obstináramos, que tuviéramos paciencia, que le diéramos el biberón y que él ya lo dejaría solo. Pero así es como los chicos se echan a perder. Si eres tolerante con ellos los malcrías. Después te hacen sufrir. Se dedican a violar chicas, sabe, o empiezan a drogarse. O se hacen maricas. ¿Se imagina lo horrible que es despertar una mañana y descubrir que su chico, su hijo varón, es marica?

»Sin embargo, después de un tiempo, cuando vimos que no se acostumbraba, empecé a acostarle yo mismo. Y si no dejaba de llorar le daba una palmada. Entonces Rita dijo que repetía a cada rato «luz, luz». Bueno, no sé. ¿Quién entiende lo que dicen los niños tan pequeños? Sólo las madres lo saben.

»Rita quiso instalarle una lámpara de noche. Uno de esos artefactos que se adosan a la pared con la figura del Ratón Mikey o de Huckleberry Hound o de lo que sea. No se lo permití. Si un niño no le pierde el miedo a la oscuridad cuando es pequeño, nunca se acostumbrará a ella.

»De todos modos, murió el verano que siguió al nacimiento de Shirl. Esa noche lo metí en la cama y empezó a llorar en seguida. Esta vez entendí lo que decía. Señaló directamente el armario cuando lo dijo. «El coco –gritó–. El coco, papá.»

»Apagué la luz y salí de la habitación y le pregunté a Rita por qué le había enseñado esa palabra al niño. Sentí deseos de pegarle un par de bofetadas, pero me contuve. Juró que nunca se la había enseñado. La acusé de ser una condenada embustera.

»Verá, ése fue un mal verano para mí. Sólo conseguí que me emplearan para cargar camiones de Pepsi–Cola en un almacén, y estaba siempre cansado. Shirl se despertaba y lloraba todas las noches y Rita la tomaba en brazos y gimoteaba. Le aseguro que a veces tenía ganas de arrojarlas a las dos por la ventana. Jesús, a veces los mocosos te hacen perder la chaveta. Podrías matarlos.

»Bien, el niño me despertó a las tres de la mañana, puntualmente. Fui al baño, medio dormido, sabe, y Rita me preguntó si había ido a ver a Denny. Le contesté que lo hiciera ella y volví a acostarme. Estaba casi dormido cuando Rita empezó a gritar.

»Me levanté y entré en la habitación. El crío estaba acostado boca arriba, muerto. Blanco como la harina excepto donde la sangre se había…, se había acumulado, por efecto de la gravedad. La parte posterior de las piernas, la cabeza, las… eh… las nalgas. Tenía los ojos abiertos. Eso era lo peor, sabe. Muy dilatados y vidriosos, como los de las cabezas de alce que algunos tipos cuelgan sobre la repisa. Como en las fotos de esos chinitos de Vietnam. Pero un crío norteamericano no debería tener esa expresión. Muerto boca arriba. Con pañales y pantaloncitos de goma porque durante las últimas dos semanas había vuelto a orinarse encima. Qué espanto. Yo amaba a ese niño.

Billings meneó la cabeza lentamente y después volvió a ostentar la misma sonrisa gomosa, grotesca.

–Rita chillaba hasta desgañitarse. Trató de alzar a Denny y mecerlo, pero no se lo permití. A la poli no le gusta que uno toque las evidencias. Lo sé…

–¿Supo entonces que había sido el coco? –preguntó Harper apaciblemente.

–Oh, no. Entonces no. Pero vi algo. En ese momento no le di importancia, pero mi mente lo archivó.

–¿Qué fue?

–La puerta del armario estaba abierta. No mucho. Apenas una rendija. Pero verá, yo sabía que la había dejado cerrada. Dentro había bolsas de plástico. Un crío se pone a jugar con una de ellas y adiós. Se asfixia. ¿Lo sabía?

–Sí. ¿Qué sucedió después?

Billings se encogió de hombros.

–Lo enterramos. –Miró con morbosidad sus manos, que habían arrojado tierra sobre tres pequeños ataúdes.

–¿Hubo una investigación?

–Claro que sí. –Los ojos de Billings centellearon con un brillo sardónico–. Vino un jodido matasanos con un estetoscopio y un maletín negro lleno de chicles y una zamarra robada de alguna escuela veterinaria. ¡Colapso en la cuna, fue el diagnóstico! ¿Ha oído alguna vez semejante disparate? ¡El crío tenía tres años!

–El colapso en la cuna es muy común durante el primer año de vida –explicó Harper puntillosamente–, pero el diagnóstico ha aparecido en los certificados de defunción de niños de hasta cinco años, a falta de otro mejor…

–¡Mierda! –espetó Billings violentamente.

Harper volvió a encender su pipa.

–Un mes después del funeral instalamos a Shirl en la antigua habitación de Denny. Rita se resistió con uñas y dientes, pero yo dije la última palabra. Me dolió, por supuesto. Jesús, me encantaba tener a la mocosa con nosotros. Pero no hay que sobreproteger a los niños, pues en tal caso se convierten en lisiados. Cuando yo era niño mi madre me llevaba a la playa y después se ponía ronca gritando: «¡No te internes tanto! ¡No te metas allí! ¡Hay corrientes submarinas! ¡Has comido hace una hora! ¡No te zambullas de cabeza!». Le juro por Dios que incluso me decía que me cuidara de los tiburones. ¿Y cuál fue el resultado? Que ahora ni siquiera soy capaz de acercarme al agua. Es verdad. Si me arrimo a una playa me atacan los calambres. Cuando Denny vivía, Rita consiguió que la llevase una vez con los niños a Savin Rock. Se me descompuso el estómago. Lo sé, ¿entiende? No hay que sobreproteger a los niños. Y uno tampoco debe ser complaciente consigo mismo. La vida continúa. Shirl pasó directamente a la cuna de Denny. Claro que arrojamos el colchón viejo a la basura. No quería que mi pequeña se llenara de microbios.

Así transcurrió un año. Y una noche, cuando estoy metiendo a Shirl en su cuna, empieza a aullar y chillar y llorar. «¡El coco, papá, el coco!»

»Eso me sobresaltó. Decía lo mismo que Denny. Y empecé a recordar la puerta del armario, apenas entreabierta cuando lo encontramos. Quise llevarla por esa noche a nuestra habitación.

–¿Y la llevó?

–No. –Billings se miró las manos y las facciones se convulsionaron–. ¿Cómo podía confesarle a Rita que me había equivocado? Tenía que ser fuerte. Ella había sido siempre una marioneta…, recuerde con cuánta facilidad se acostó conmigo cuando aún no estábamos casados.

–Por otro lado –dijo Harper–, recuerde con cuánta facilidad usted se acostó con ella.

Billings, que estaba cambiando la posición de sus manos, se puso rígido y volvió lentamente la cabeza para mirar a Harper.

–¿Pretende tomarme el pelo?

–Claro que no –respondió Harper.

–Entonces deje que lo cuente a mi manera –espetó Billings–. Estoy aquí para desahogarme. Para contar mi historia. No hablaré de mi vida sexual, si eso es lo que usted espera. Rita y yo hemos tenido una vida sexual muy normal, sin perversiones. Sé que a algunas personas les excita hablar de eso, pero no soy una de ellas.

–De acuerdo –asintió Harper.

–De acuerdo –repitió Billings, con ofuscada arrogancia. Parecía haber perdido el hilo de sus pensamientos, y sus ojos se desviaron, inquietos, hacia la puerta del armario, que estaba herméticamente cerrada.

–¿Prefiere que la abra? –preguntó Harper.

–¡No! –se apresuró a exclamar Billings. Lanzó una risita nerviosa–. ¿Qué interés podría tener en ver sus chanclos?

Y después de una pausa, dijo:

–El coco la mató también a ella. –Se frotó la frente, como si fuera ordenando sus recuerdos–. Un mes más tarde. Pero antes sucedió algo más. Una noche oí un ruido ahí dentro. Y después Shirl gritó. Abrí muy rápidamente la puerta… la luz del pasillo estaba encendida… y… ella estaba sentada en la cuna, llorando, y… algo se movió. En las sombras, junto al armario. Algo se deslizó.

–¿La puerta del armario estaba abierta?

–Un poco. Sólo una rendija. –Billings se humedeció los labios–. Shirl hablaba a gritos del coco. Y dijo algo más que sonó como «garras». Sólo que ella dijo «galas», sabe. A los niños les resulta difícil pronunciar la «erre». Rita vino corriendo y preguntó qué sucedía. Le contesté que la habían asustado las sombras de las ramas que se movían en el techo.

–¿Galochas? –preguntó Harper.

–¿Eh?

–Galas… galochas. Son una especie de chanclos. Quizás había visto las galochas en el armario y se refería a eso.

–Quizá –murmuró Billings–. Quizá se refería a eso. Pero yo no lo creo. Me pareció que decía «garras. –Sus ojos empezaron a buscar otra vez la puerta del armario–. Garras, largas garras –su voz se había reducido a un susurro.

–¿Miró dentro del armario?

–S-sí. –Las manos de Billings estaban fuertemente entrelazadas sobre su pecho, tan fuertemente que se veía una luna blanca en cada nudillo.

–¿Había algo dentro? ¿Vio al…?

–¡No vi nada! –chilló Billings de súbito. Y las palabras brotaron atropelladamente, como si hubieran arrancado un corcho negro del fondo de su alma–. Cuando murió la encontré yo, verá. Y estaba negra. Completamente negra. Se había tragado la lengua y estaba negra como una negra de un espectáculo de negros, y me miraba fijamente. Sus ojos parecían los de un animal embalsamado: muy brillantes y espantosos, como canicas vivas, como si estuvieran diciendo: «me pilló, papá, tú dejaste que me pillara, tú me mataste, tú le ayudaste a matarme».

Su voz se apagó gradualmente. Un solo lagrimón silencioso se deslizó por su mejilla.

–Fue una convulsión cerebral, ¿sabe? A veces les sucede a los niños. Una mala señal del cerebro. Le practicaron la autopsia en Hartford y nos dijeron que se había asfixiado al tragarse la lengua durante una convulsión. Y yo tuve que volver solo a casa porque Rita se quedó allí, bajo el efecto de los sedantes. Estaba fuera de sí. Tuve que volver solo a casa, y sé que a un crío no le atacan las convulsiones por una alteración cerebral. Las convulsiones pueden ser el producto de un susto. Y yo tuve que volver solo a la casa donde estaba eso. Dormí en el sofá –susurró–. Con la luz encendida.

–¿Sucedió algo?

–Tuve un sueño –contestó Billings–. Estaba en una habitación oscura y había algo que yo no podía…, no podía ver bien. Estaba en el armario. Hacía un ruido…, un ruido viscoso. Me recordaba un comic que había leído en mi infancia. Cuentos de la cripta. ¿Lo conoce? ¡Jesús! Había un personaje llamado Graham Ingles, capaz de invocar a los monstruos más abominables del mundo… y a algunos de otros mundos. De todos modos, en este relato una mujer ahogaba a su marido, ¿entiende? Le ataba unos bloques de cemento a los pies y lo arrojaba a una cantera inundada. Pero él volvía. Estaba totalmente podrido y de color negro verdoso y los peces le habían devorado un ojo y tenía algas enredadas en el pelo. Volvía y la mataba. Y cuando me desperté en mitad de la noche, pensé que lo encontraría inclinándose sobre mí. Con garras… largas garras…

El doctor Harper consultó su reloj digital embutido en su mesa. Lester Billings estaba hablando desde hacía casi media hora.

–Cuando su esposa volvió a casa –dijo–, ¿cuál fue su actitud respecto a usted?

–Aún me amaba –respondió Billings orgullosamente–. Seguía siendo una mujer sumisa. Ése es el deber de la esposa, ¿no le parece? La liberación femenina sólo sirve para aumentar el número de chalados. Lo más importante es que cada cual sepa ocupar su lugar… Su… su… eh…

–¿Su sitio en la vida?

–¡Eso es! –Billings hizo chasquear los dedos–. Y la mujer debe seguir al marido. Oh, durante los primeros cuatro o cinco meses que siguieron a la desgracia estuvo bastante mustia…, arrastraba los pies por la casa, no cantaba, no veía la TV, no reía. Yo sabía que se sobrepondría. Cuando los niños son tan pequeños, uno no llega a encariñarse tanto. Después de un tiempo hay que mirar su foto para recordar cómo eran, exactamente.

»Quería otro bebé –agregó, con tono lúgubre–. Le dije que era una mala idea. Oh, no de forma definitiva, sino por un tiempo. Le dije que era hora de que nos conformáramos y empezáramos a disfrutar el uno del otro. Antes nunca habíamos tenido la oportunidad de hacerlo. Si queríamos ir al cine, teníamos que buscar una babysitter. No podíamos ir a la ciudad a ver un partido de fútbol si los padres de ella no aceptaban cuidar a los críos, porque mi madre no quería tener tratos con nosotros. Denny había nacido demasiado poco tiempo después de que nos casamos, ¿entiende? Mi madre dijo que Rita era una zorra, una vulgar trotacalles. ¿Qué le parece? Una vez me hizo sentar y me recitó la lista de las enfermedades que podía pescarme si me acostaba con una tro… con una prostituta. Me explicó cómo un día aparecía una llaguita en la ver… en el pene, y al día siguiente se estaba pudriendo. Ni siquiera aceptó venir a la boda.

Billings tamborileó con los dedos sobre su pecho.

–El ginecólogo de Rita le vendió un chisme llamado DIU… dispositivo intrauterino. Absolutamente seguro, dijo el médico. Bastaba insertarlo en el…, en el aparato femenino, y listo. Si hay algo allí, el óvulo no se fecunda. Ni siquiera se nota. –Ni siquiera sabes que está allí. Y al año siguiente volvió a quedar embarazada. Vaya seguridad absoluta.

–Ningún método anticonceptivo es perfecto –explicó Harper–. La píldora sólo lo es en el noventa y ocho por ciento de los casos. El DIU puede ser expulsado por contracciones musculares, por un fuerte flujo menstrual y, en casos excepcionales, durante la evacuación.

–Sí. O la mujer se lo puede quitar.

–Es posible.

–¿Y entonces qué? Empieza a tejer prendas de bebé, canta bajo la ducha, y come encurtidos como una loca. Se sienta sobre mis rodillas y dice que debe ser la voluntad de Dios. Mierda.

–¿El bebé nació al finalizar el año que siguió a la muerte de Shirl?

–Exactamente. Un varón. Le llamó Andrew Lester Billings. Yo no quise tener nada que ver con él, por lo menos al principio. Decidí que puesto que ella había armado el jaleo, tenía que apañárselas sola. Sé que esto puede parecer brutal, pero no olvide cuánto había sufrido yo.

»Sin embargo terminé por cobrarle cariño, sabe. Para empezar, era el único de la camada que se parecía a mí. Denny guardaba parecido con su madre, y Shirley no se había parecido a nadie, excepto tal vez a la abuela Ann. Pero Andy era idéntico a mí.

»Cuando volvía de trabajar iba a jugar con él. Me cogía sólo el dedo y sonreía y gorgoteaba. A las nueve semanas ya sonreía como su papá. ¿Cree lo que le estoy contando?

»Y una noche, hete aquí que salgo de una tienda con un móvil para colgar sobre la cuna del crío. ¡Yo! Yo siempre he pensado que los críos no valoran los regalos hasta que tienen edad suficiente para dar las gracias. Pero ahí estaba yo, comprándole un chisme ridículo, y de pronto me di cuenta de que lo quería más que a nadie. Ya había conseguido un nuevo empleo, muy bueno: vendía taladros de la firma Cluett and Sons. Había prosperado mucho y cuando Andy cumplió un año nos mudamos a Waterbury. La vieja casa tenía demasiados malos recuerdos.

»Y demasiados armarios.

»El año siguiente fue el mejor para nosotros. Daría todos los dedos de la mano derecha por poder vivirlo de nuevo. Oh, aún había guerra en Vietnam, y los hippies seguían paseándose desnudos, y los negros vociferaban mucho, pero nada de eso nos afectaba. Vivíamos en una calle tranquila, con buenos vecinos. Éramos felices –resumió sencillamente–. Un día le pregunté a Rita si no estaba preocupada. Usted sabe, dicen que no hay dos sin tres. Contestó que eso no se aplicaba a nosotros. Que Andy era distinto, que Dios lo había rodeado con un círculo mágico.

Billings miró el techo con expresión morbosa.

–El año pasado no fue tan bueno. Algo cambió en la casa. Empecé a dejar los chanclos en el vestíbulo porque ya no me gustaba abrir la puerta del armario. Pensaba constantemente: ¿Y qué harás si está ahí dentro, agazapado y listo para abalanzarse apenas abras la puerta? Y empecé a imaginar que oía ruidos extraños, como si algo negro y verde y húmedo se estuviera moviendo apenas, ahí dentro.

»Rita me preguntaba si no trabajaba demasiado, y empecé a insultarla como antes. Me revolvía el estómago dejarlos solos para ir a trabajar, pero al mismo tiempo me alegraba salir. Que Dios me ayude, me alegraba salir. Verá, empecé a pensar que nos había perdido durante un tiempo cuando nos mudamos. Había tenido que buscarnos, deslizándose por las calles durante la noche y quizá reptando por las alcantarillas. Olfateando nuestro rastro. Necesitó un año, pero nos encontró. Ha vuelto, me dije. Le apetece Andy y le apetezco yo. Empecé a sospechar que quizá si piensas mucho tiempo en algo, y crees que existe, termina por corporizarse. Quizá todos los monstruos con los que nos asustaban cuando éramos niños, Frankenstein y el Hombre Lobo y la Momia, existían realmente. Existían en la medida suficiente para matar a los niños que aparentemente habían caído en un abismo o se habían ahogado en un lago o tan sólo habían desaparecido. Quizá…

–¿Se está evadiendo de algo, señor Billings?

Billings permaneció un largo rato callado. En el reloj digital pasaron dos minutos. Por fin dijo bruscamente:

–Andy murió en febrero. Rita no estaba en casa. Había recibido una llamada de su padre. Su madre había sufrido un accidente de coche un día después de Año Nuevo y creían que no se salvaría. Esa misma noche Rita cogió el autobús.

»Su madre no murió, pero estuvo mucho tiempo, dos meses, en la lista de pacientes graves. Yo tenía una niñera excelente que estaba con Andy durante el día. Pero por la noche nos quedábamos solos. Y las puertas de los armarios porfiaban en abrirse.

Billings se humedeció los labios.

–El niño dormía en la misma habitación que yo. Es curioso, además. Una vez, cuando cumplió dos años, Rita me preguntó si quería instalarlo en otro dormitorio. Spock u otro de esos charlatanes sostiene que es malo que los niños duerman con los padres, ¿entiende? Se supone que eso les produce traumas sexuales o algo parecido. Pero nosotros sólo lo hacíamos cuando el crío dormía. Y no quería mudarlo. Tenía miedo, despue´s de lo que les había pasado a Denny y a Shirl.

–¿Pero lo mudó, verdad? –preguntó el doctor Harper.

–Sí –respondió Billings. En sus facciones apareció una sonrisa enfermiza y amarilla–. Lo mudé.

Otra pausa. Billings hizo un esfuerzo por proseguir. –¡Tuve que hacerlo! –espetó por fin–. ¡Tuve que hacerlo! Todo había andado bien mientras Rita estaba en la casa, pero cuando ella se fue, eso empezó a envalentonarse. Empezó a… –Giró los ojos hacia Harper y mostró los dientes con una sonrisa feroz–. Oh, no me creerá. Sé qué es lo que piensa. No soy más que otro loco de su fichero. Lo sé. Pero usted no estaba allí, maldito fisgón.

»Una noche todas las puertas de la casa se abrieron de par en par. Una mañana, al levantarme, encontré un rastro de cieno e inmundicia en el vestíbulo, entre el armario de los abrigos y la puerta principal. ¿Eso salía? ¿O entraba? ¡No lo sé! ¡Juro ante Dios que no lo sé! Los discos aparecían totalmente rayados y cubiertos de limo, los espejos se rompían… y los ruidos… los ruidos…

Se pasó la mano por el cabello.

–Me despertaba a las tres de la mañana y miraba la oscuridad y al principio me decía: «Es sólo el reloj.» Pero por debajo del tic-tac oía que algo se movía sigilosamente. Pero no con demasiado sigilo, porque quería que yo lo oyera. Era un deslizamiento pegajoso, como el de algo salido del fregadero de la cocina. O un chasquido seco, como el de garras que se arrastraran suavemente sobre la baranda de la escalera. Y cerraba los ojos, pensando que si oírlo era espantoso, verlo sería…

»Y siempre temía que los ruidos se interrumpieran fugazmente, y que luego estallara una risa sobre mi cara, y una bocanada de aire con olor a coles rancias. Y que unas manos se cerraran sobre mi cuello.

Billings estaba pálido y tembloroso.

–De modo que lo mudé. Verá, sabía que primero iría a buscarle a él. Porque era más débil. Y así fue. La primera vez chilló en mitad de la noche y finalmente, cuando reuní los cojones suficientes para entrar, lo encontré de pie en la cama y gritando: «El coco, papá… el coco…, quiero ir con papá, quiero ir con papá.»

La voz de Billings sonaba atiplada, como la de un niño. Sus ojos parecían llenar toda su cara. Casi dio la impresión de haberse encogido en el diván.

–Pero no pude. –El tono atiplado infantil perduró–. No pude. Y una hora más tarde oí un alarido. Un alarido sobrecogedor, gorgoteante. Y me di cuenta de que le amaba mucho porque entré corriendo, sin siquiera encender la luz. Corrí, corrí, corrí, oh, Jesús María y José, le había atrapado. Le sacudía, le sacudía como un perro sacude un trapo y vi algo con unos repulsivos hombros encorvados y una cabeza de espantapájaros y sentí un olor parecido al que despide un ratón muerto en una botella de gaseosa y oí… –Su voz se apagó y después recobró el timbre de adulto–. Oí cómo se quebraba el cuello de Andy. –La voz de Billings sonó fría y muerta–. Fue un ruido semejante al del hielo que se quiebra cuando uno patina sobre un estanque en invierno.

–¿Qué sucedió después?

Oh, eché a correr –respondió Billings con la misma voz fría, muerta–. Fui a una cafetería que estaba abierta durante toda la noche. ¿Qué le parece esto, como prueba de cobardía? Me metí en una cafetería y bebí seis tazas de café. Después volví a casa. Ya amanecía. Llamé a la policía aun antes de subir al primer piso. Estaba tumbado en el suelo mirándome. Acusándome. Había perdido un poco de sangre por una oreja. Pero sólo una rendija.

Se calló. Harper miró el reloj digital. Habían pasado cincuenta minutos.

–Pídale una hora a la enfermera –dijo–. ¿Los martes y jueves?

–Sólo he venido a contarle mi historia –respondió Billings–. Para desahogarme. Le mentí a la policía ¿sabe? Dije que probablemente el crío había tratado de bajar de la cuna por la noche y…, se lo tragaron. Claro que sí. Eso era lo que parecía. Un accidente, como los otros. Pero Rita comprendió la verdad. Rita… comprendió… finalmente.

–Señor Billings, tenemos que conversar mucho –manifestó el doctor Harper después de una pausa–. Creo que podremos eliminar parte de sus sentimientos de culpa, pero antes tendrá que desear realmente librarse de ellos.

–¿Acaso piensa que no lo deseo? –exclamó Billings, apartando el antebrazo de sus ojos. Estaban rojos, irritados, doloridos.

–Aún no –prosiguió Harper afablemente–. ¿Los martes y jueves?

–Maldito curandero –masculló Billings después de un largo silencio–. Está bien. Está bien.

–Pídale hora a la enfermera, señor Billings. Adiós.

Billings soltó una risa hueca y salió rápidamente de la consulta, sin mirar atrás.

La silla de la enfermera estaba vacía. Sobre el secante del escritorio había un cartelito que decía «Vuelvo enseguida».

Billings se volvió y entró nuevamente en la consulta.

–Doctor, su enfermera ha…

Pero la puerta del armario estaba abierta. Sólo una pequeña rendija.

–Qué lindo –dijo la voz desde el interior del armario–. Qué lindo.

Las palabras sonaron como si hubieran sido articuladas por una boca llena de algas descompuestas.

Billings se quedó paralizado donde estaba mientras la puerta del armario se abría. Tuvo una vaga sensación de tibieza en el bajo vientre cuando se orinó encima.

–Qué lindo –dijo el coco mientras salía arrastrando los pies.

Aún sostenía su máscara del doctor Harper en una mano podrida, de garras espatuladas.

Del libro «El umbral de la noche» (Night Shift)

Los cuentos de Edgar Allan Poe narrados por Bela Lugosi, Del Toro y más

Jonathan y las Brujas

(Stephen King escribió el siguiente relato cuando tenía nueve años. Recien fue publicado en
1993, en el libro “First words: Earliest writting from favourite contemporary authors”)
Había una vez un muchacho llamado Johnathan. Era inteligente, atr activo y muy
valiente. Pero Johnathan era el hijo del zapatero.

Un día, su padre le dijo, “Johnathan, debes irte a buscar tu destino. Ya eres lo
suficientemente mayor.”
Siendo un muchacho inteligente, Johnatan sabía que lo mejor sería pedirle un
trabajo al rey. Así que partió.

En el camino, conoció a un conejo que era un hada disfrazada. La asustada criatura
estaba siendo perseguida por cazadores y saltó a los brazos de Johnathan. Cuando los
cazadores llegaron hasta Johnathan, él señaló en una dirección y gritó excitadamente, “¡Por
allá! ¡Por allá!”
Cuando los cazadores se fueron, el conejo se convirtió en hada y dijo, “me has
ayudado. Te concederé tres deseos. ¿Cuáles son tus deseos?”
Pero a Johnathan no se le ocurría nada, así que el hada acordó a concedérselos
cuando los necesitara.
Así, Johnathan siguió caminando hasta que llegó al reino sin incidentes.
Entonces fue hasta el rey y solicitó trabajo.
Pero, para su suerte, el rey estaba de muy mal humor aquel día. Así que decidió
ventilar su ánimo en Johnathan.

“Sí, hay algo que puedes hacer. En la Montaña contigua hay tres brujas. Si puedes
matarlas, te daré 5,000 coronas. Si no puedes hacerlo, te haré decapitar! Tienes 20 días.” Y
con estas palabras, despachó a Johnathan.
“¿Ahora qué voy a hacer?” Pensó Johnathan. Bien, debo intentarlo.
Entonces, se acordó de los tres deseos que le habían concedido y se dirigió a la
montaña.

Ahora Johnathan estaba en la montaña y estaba a punto de desear tener un cuchillo
para matar a la bruja, cuando escuchó una voz en su oído, “La primer bruja no puede ser
apuñalada.”
La segunda bruja no puede ser apuñalada o asfixiada.
La tercera no puede ser apuñalada, ni asfixiada y es invisible.
Con este conocimiento, Johnathan miró en derredor sin ver a nadie. Entonces
recordó al hada, y sonrió.

Se fue en la búsqueda de la primer bruja.
Finalmente, la encontró. Estaba en una cueva cerca de la falda de la montaña, y era
una vieja de aspecto maléfico.
Él recordó las palabras del hada, y antes que la bruja pudiese hacer otra cosa que
echarle una fea mirada, él deseó que pudiera ser asfixiada. Y ¡Helo ahí! Estuvo hecho.
Después subió en busca de la segunda bruja. Había una segunda cueva en lo alto.
Ahí encontró a la segunda bruja. Estaba a punto de desear que pud iera ser asfixiada, cuando
recordó que no podía ser asfixiada. Y antes que la bruja pudiese hacer otra cosa que echarle
una fea mirada, deseó que fuera aplastada. Y ¡Helo ahí! Estuvo hecho.

Ahora solo tenía que matar a la tercer bruja y podría obtener las 5,000 coronas. Pero
mientras subía la montaña, se preguntaba en la forma de hacerlo.
Entonces se le ocurrió un plan maravilloso.
Después, vio la última cueva. Esperó fuera de la entrada hasta escuchar los pasos de
la bruja. Entonces recogió un par de rocas grandes y deseó.
Deseó que la bruja fuera una mujer normal. Y ¡Helo ahí! Se volvió visible y
entonces Johnathan la golpeó con las piedras que llevaba.
Johnathan cobró sus 5,000 coronas y él y su padre vivieron felices para siempre.

LOS LIBROS DE EDGAR ALLAN POE QUE BUSCABAS

cuentos de stephen king

El hotel al final del camino

¡Más rápido! – dijo Tommy Riviere – ¡Más rápido!

Lo estoy poniendo a ciento veinte – dijo Kelso Black.

Tenemos a los polis encima nuestro – dijo Riviera – Ponlo a ciento cuarenta.
Se asomó por la ventanilla. Detrás del automóvil que huía se encontraba un patrullero,
con la sirena aullando y las luces rojas destellando.

Voy a doblar en el camino lateral de allí adelante – gruñó Black. Giró el volante y el
automóvil se internó en el tortuoso camino de grava.
El policía uniformado se rascó la cabeza.

¿A dónde se fueron?
Su compañero frunció el entrecejo.

No lo sé. Simplemente… desaparecieron.

Mira – señaló Black – Hay unas luces enfrente.

Es un hotel – se asombró Riviera – ¡Un hotel, en este camino perdido! ¡Tiene que
funcionar! La policía nunca nos buscará allí.
Black clavó los frenos sin importarle los neumáticos del automóvil. Riviera se inclinó
sobre el asiento trasero y aferró una bolsa negra. Empezaron a caminar.
El hotel parecía una escena sacada de la época del 1900.
Riviera pulsó la campanilla con impaciencia. Apareció un anciano.

Queremos una habitación – exigió Black.
El hombre los contempló en silencio.

Una habitación – repitió Black.
El hombre se dio vuelta para volver a su oficina.

Mira, viejo – dijo Tommy Riviera – Eso no se lo perdono a nadie. – Extrajo su treinta y
ocho – Ahora mismo vas a darnos una habitación.
El hombre parecía dispuesto a seguir su camino, pero por último pronunció:

Habitación cinco. Al final del pasillo.
Como no les ofreció firmar el registro, ellos subieron. El cuarto estaba vacío salvo por
una cama doble de hierro, por un espejo resquebrajado y un empapelado mugriento.

Aah, qué basura de cuarto – dijo Black, asqueado – Apostaría a que hay tantas cucarachas
aquí que se podría llenar un bidón de veinte litros.
Al despertar a la mañana siguiente, Riviera no pudo salir de la cama. No podía mover ni
un músculo. Estaba paralizado. Entonces el viejo se dejó ver. Tenía la aguja que acababa de
aplicarle a Black en los brazos.

De modo que está despierto – dijo – Queridos míos, ustedes dos son los primeros
agregados a mi museo en veinticinco años. Pero se conservarán bien. Y no morirán.
Irán a parar al resto de la colección de mi museo viviente. Unos hermosos
especímenes.
Tommy Riviera ni siquiera pudo expresar su horror.

Nunca mires detrás de ti

George Jacobs estaba cerrando su oficina cuando una anciana entró resueltamente.
Casi nadie atravesaba su puerta en esos días. Las personas lo odiaban. Durante quince
años le había vaciado los bolsillos a la gente. Nunca nadie había logrado engancharlo con
ninguna acusación. Pero mejor volvamos a nuestra pequeña historia.
La anciana que entró tenía una fea cicatriz en su mejilla izquierda. Sus ropas consistían
en su mayor parte en trapos sucios de tela burda. Jacobs estaba contando su dinero.

¡Bien! Cincuenta mil novecientos setenta y tres dólares con sesenta y dos centavos.
A Jacobs siempre le gustó ser preciso.

De hecho, mucho dinero – dijo ella – Estaría muy mal que no pudiera gastarlo.
Jacobs se dio vuelta.

Pero… ¿quién es usted? – preguntó, sorprendido a medias – ¿Qué derecho tiene a
espiarme?
La mujer no contestó. Levantó su huesuda mano. Se produjo una llamarada de fuego en
su garganta… y un grito. Luego, con un borbotón final, George Jacobs murió.

Me pregunto qué (o quién) pudo haberlo matado – dijo un joven.

Me alegra que haya muerto – dijo otro.
Aquel fue afortunado.
No miró detrás de él.

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Cinthia Flores

Fotógrafa y reportera.