Por Carlos A. Ramírez / @estilo_perro
Abro los ojos. Estoy en una habitación que no reconozco. Desnudo; acostado en una delgada estera azul al lado de una mujer, también desnuda, que conocí unas horas antes. Me duele la cabeza y tengo sed. Parpadeo rápida, repetidamente y froto la cara exterior de mis dedos indices contra los lentes de contacto tratando de borrar un espectro transparente, como clara de huevo, que aparece cada vez que abro y cierro los ojos. Pero no lo consigo. Es muy molesto tener esa visión.
Sé que no debo permanecer con los lentes de contacto más de doce horas seguidas, pero llevo al menos 24 con ellos. En un principio creo que es algo orgánico: una legaña o una fibra delgada pero pronto compruebo que no está en mis ojos sino en mi cerebro: una mancha Roscharch blancuzca que aparece a intervalos, como un flash, cada vez que me punzan las sienes. Decido ignorarla. Sería ridículo ponerme delicado en esta situación.
Me levanto, apartando la delgada mano de la mujer que reposaba sobre mis pelotas, y camino tambaleándome hacia una pequeña mesita en busca de una aspirina o algo que me ayude a combatir el dolor, pero no encuentro medicamentos, sólo cosméticos, cepillos y artesanías autóctonas. Del techo cuelgan algunos sutras budistas y en las paredes hay fragmentos de poemas eróticos escritos a mano con plumón negro. Es un cuarto pequeño y modesto. Si no fuera por los múltiples pares de zapatos de tacón gigante, las botellas de cerveza vacías y la ceniza de cigarro esparcida por todo el suelo, aquel lugar podría pasar perfectamente por una celda de clausura.
Abro la cortina de la ventana de un zarpazo para ver dónde estoy. La luz inunda groseramente todo el espacio. Sorprendido, observo que me encuentro en la Colonia Roma, en una calle especialmente desagradable, habitada, en su mayoría, según he oído decir, por artistas, diseñadores y escritores malditos. Lo que sea que signifique eso. No sé cómo pude dejarme arrastrar hasta aquí pero tengo que largarme cuanto antes.

Trato de escapar sin hacer ruido pero es demasiado tarde. La mujer retuerce su cuerpo desnudo sobre la estera y abre perezosamente los ojos. Tiene tatuadas en los ilíacos dos orquídeas moradas y una mata de pelo castaño, tiesa de semen y fluidos vaginales, cubre la suave pendiente de su pubis.
Me mira soñolienta y me dice “güey, no mames. Sí te rifas eh”. No sé de qué habla pero es fácil imaginármelo. Cuando estoy lo suficientemente borracho puedo estar cogiendo horas enteras con la verga tiesa como una tranca y no recordar nada al otro día. Justo como ahora. Solo atino a sonreírle.
Entonces se levanta, viene hacia mí y me mete la lengua hasta la encía. Sabe a esperma y cerveza fermentada. En algún momento debí haberme venido en su boca. Me da un poco de asco pero la dejo hacer. Tiene ojos color miel y un cuerpo flexible y elástico. Es imposible no excitarse al contacto de esa piel delicada y firme como la cuerda de un arco en tensión. Cuando la levanto en vilo de las nalgas para besar sus pezones erectos gime profundamente y antes de que pueda darme cuenta ya la estoy clavando otra vez.
De pie, en medio del cuartito miserable. Sin condón. Sin recordar siquiera su nombre o dónde la conocí. Cuestiones, por supuesto, sin trascendencia en una ciudad que está a punto de ser sepultada por la lava ardiente de sus volcanes.
Antes de que la deposite de nuevo en la estera ya ha tenido dos orgasmos. Suspira y aprieta los dientes hasta hacerlos rechinar. La volteo y al estilo perro la penetro a fondo deteniéndome en su interior unos segundos para enseguida moverme lenta y circularmente mientras le acaricio el clítoris con los dedos índice y pulgar de mi mano derecha, lo cual la hace mover la cabeza como poseída y agitar su cabello corto y disparejo teñido de un morado, a juego con sus tatuajes, que está empezando a despintarse.
Tiene un orgasmo tras otro pero aún entre suspiros insiste en cambiar de posición. “Déjame montarte”, me dice y con un movimiento de luchador experto me tumba de espaldas y se encarama de nuevo en mi mástil. “No me gusta tenerla afuera. No me la saques nunca, güey”, jadea y pone los ojos en blanco. Es una gran gozadora esta cabrona. Me gustan las mujeres así: con espíritu de ahuianime azteca, esas putas felices y desmadrosas que chingaban alegremente con los caballeros jaguar.
Verdaderamente lo estamos disfrutando pero al recordar que estoy rodeado por artistas alternativos que justo en este momento podrían estar orinando, tomando café orgánico o comiendo fruta con granola, mi libido se esfuma por completo. La dejo juguetear unos cinco minutos más y antes de sacársela, le digo “ya basta, pequeña, es hora de irme”.
Sin darle tiempo de nada, me visto y salgo del cuarto. Todo el departamento está en ruinas: paredes derruidas que permiten ver su esqueleto en la sala; una plancha de concreto a medio construir en la cocina y en el baño sacos de cemento y pedazos de aluminio por todos lados.
Seguramente lo están remodelando para que la lava lo encuentre bonito cuando venga a devorarnos. Antes de salir, veo abrazados en un sillón viejo y polvoriento a los dos maricas a los que recuerdo nebulosamente haber confesado ayer, mientras bailoteábamos escuchando a los M83, mi fascinación por los zapatos Manolo Blahnik. Al oír la chapa de la puerta, uno de ellos se incorpora y me dice en un inglés chapucero “take care, man”.
En la calle el sol calienta tímidamente y unos cuantos pájaros, sobrevivientes obstinados a los venenos tóxicos que matan ancianos y bebés indígenas, combinan sus cantos con el ruido enloquecido de los autos creando una especie de música demente. Desde su ventana, la mujer de las orquídeas tatuadas, con las tetas al aire, agita su mano derecha en señal de despedida y me pregunta a gritos, cagada de risa “¿cómo te llamaste?” No le respondo.
A lo lejos se ve la Avenida Insurgentes vomitando autos y metrobuses. En una esquina, al lado de un bote de tamales atendido por una mujer gorda como un pavo navideño, un hipster, idéntico a otros cientos de hipsters, pide un atole y uno “de verde, en torta, por favor”. Cuando paso junto a él, el humo escapa del cilindro de hojalata y sube al cielo en volutas irregulares. Parpadeo y el espectro aparece de nuevo.
Los jotos tenían razón: debo cuidarme. Tengo que alejarme de esa gente: de su genio artístico, de sus esteras azules y de sus vaginas devoradoras.
Sofía ya debe estar preocupada por mí…

Editor Yaconic
Revista de arte y cultura