Se dice que Voraz (2016) provoca desmayos; que es una película de terror, pero el público ríe cuando la mira. Mientras Justine (Garance Marillier), la protagonista, se come el dedo de su hermana, yo como Fritos sabor chorizo–chipotle y me pregunto si el sabor será similar.
Solo cuando Justine vomita hilos de cabello siento cierta repugnancia. Tomo un mechón del mío y lo babeo para recordar a qué sabe. Las risas nerviosas y los “¡Oooooh!” al unísono parecen ensayados: los asistentes actúan de la misma manera cuando miran algo fuera de la normalidad. Los más sensibles voltean a otro lado o se tapan la cara. Y no es por sentirme cool, pero a mí no me da asco el resto de la cinta.
Solo es sangre, solo es carne. Pero no, dice mi otro Yo. Es sangre y carne humana: no es lo mismo. ¿Por qué comer carne de humano nos parece tan repugnante? Quizá por el miedo a comerse a alguien que habló, pensó y amó; el recelo a la suciedad de su cuerpo y a lo desagradable del sabor. O el temor de sentir que matamos, aunque solo hayamos probado un poco.
William Buehler Seabrook, periodista del New York Times, publicó en su libro Jungle ways (1931) que cuando viajó a Costa de Marfil probó carne humana: “Era casi como una buena y completamente desarrollada ternera, que pienso que ninguna persona de paladar ordinario o sensibilidad normal podría haber distinguido”.
En Voraz, Justine es una adolescente de 16 años que acaba de entrar a la universidad. Nunca se ha depilado las axilas ni las cejas. Es virgen, vegetariana y caníbal; el dedo se su hermana le supo a curry.
Julia Ducournau, la directora, es la responsable de esta sarta de imágenes asquerosas, descomunales y sangrientas. ¿Pero, es eso lo único que quería ofrecer? No, me parece que Voraz no solo es un filme inmoral, sino una invitación a entendernos y a discernir la metamorfosis por la que todos pasamos en la adolescencia. No es terror, sino crudeza.
Voraz nos muestra lo cerca que estamos de convertirnos en animales sin la necesidad de tomar sangre o comer carne humana. Aunque es imposible ver a alguien atragantarse de carne cruda y no pensar que es una bestia. En los dos casos, ese instinto bestial florece en la adolescencia. Esa terrible etapa de deformidad en la que tenemos más nariz que cara, el cabello no tiene identidad y el cuerpo, bueno, el cuerpo no parece tal.
Las repentinas ansias de Justine por devorar carne suceden al tiempo que descubre su sexualidad. Ese terreno en el que penetramos poseídos del deseo, incontenibles. Los juegos han quedado atrás, pasemos a rascarnos los genitales. Instante animal de placeres y deseos, algunos tan «raros» como el canibalismo.
Voraz forma parte del nuevo cine de género, en el que la sangre, además de ser protagónica, evoca a la menstruación que aparece mes con mes. La violencia y sexualidad de la cinta no debe ser lo único que nos importe, sino su profundo simbolismo y el mensaje de la cineasta.
Si vas a ver Voraz, o ya lo viste, no vomites, no desmayes, no te salgas. No es asco lo único que se siente. También provoca, excita y engrandece. La luz neón, las fiestas, las drogas, el sexo o la música electrónica que retumba las bocinas de la sala del cine. Trata de entenderla. Al final, todos somos insaciables, intensos, violentos: voraces.
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