Los mejores 5 cuentos cortos eróticos para disfrutar
Contenido para adultos ENTRETENIMIENTO SEXO

Los mejores 5 cuentos cortos eróticos para disfrutar

Cuando hablamos de erotismo, o escuchamos a alguien mencionar sobre una experiencia o sensación erótica frecuentemente viene a nuestra mente una imagen, pero dejamos de lado que la escritura también puede despertar sensaciones y emociones sexuales. Estos 5 cuentos cortos eróticos son el plan perfecto si decidiste no salir de tu casa y quieres tener una exploración en solitario o acompañado de todos los recovecos que tu imaginación puede incitar.

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Nuestra primera experiencia

Obligado por lo salvaje y primitivo de su necesidad, la misma que le domina hasta el subconsciente, se lanzó sobre ella sin haber despertado. La tomó dormida, cual león a su presa. Sin quitar prenda y ansioso como en su primera experiencia, invadió su tibia y sedosa piel.

No había rechazo, más bien era algo esperado, justo, apropiado, ya se estaba demorando. Y aunque ella somnolienta estaba, no fue impedimento para reaccionar rápido y procedió a buscar todo su cuerpo. Justo interrumpe su sueño húmedo para algo que no podía dar más esperar. ¡Vaya juego de la vida!

Él estaba desnudo, así dormía. Ella, afanada por estarlo, sin pensar se quitó como pudo lo que la cubría y vaya que no le costó. Los dos fogosos, ella por su sueño erótico, él por su naturaleza, tal vez. Buscaron la conexión física perfecta que pone a los cuerpos en revoltoso gemido.

La humedad en la zona era la adecuada, ella era quien lo facilitaba y él, en su incorporación a lo consciente, empezaba a aportar en la tarea. Movimientos penetrantes, bruscos e intensos, para la satisfacción de ambos, para la excitación de ella.

La mezcla de sonidos era única, era una armonía entre los gemidos femeninos y el sonido que emana el choque particular de los cuerpos, cual si se aplaudiera sin gana. Él la tomaba con fuerza y ella le apoyaba en su puje. Entra la luz de luna siendo testigo, aunque más que testigo fue cómplice, iluminando levemente sus cuerpos desnudos.

De gemido a grito se escucha cuando ella pide y pide más.

«Cuánto deseo poder tomarte así, cada noche de mi vida, cada instante, día tras día. Pero ¿por qué no puedo hacer de este sentimiento algo más que un pensamiento? Deseo que sea real.»

Interrumpiendo la voz de su pensamiento, una voz femenina le asalta delicadamente su oído derecho, diciéndole:

— Oye galán. Si tan sólo pudiera describirte lo que soñé contigo anoche. Tú medio dormido pero imparable…

¡Sorpresa! Él no se dio cuenta cuando ella, la misma que le pedía más en su pensamiento, se le hizo al lado y le invadió. Su reacción lo delató, sus ojos fijos y su boca entre abierta, sin movimiento alguno. Ella fue astuta, lo atrapó con esa simple expresión; sintió el poder y le encantó.

— Puedes pensar lo que quieras, pero es clara tu necesidad por mí y, la verdad, eso me tiene muy intrigada, porque por alguna extraña razón, a mí me pasa lo mismo. Sugiero que dejemos hasta aquí y hablemos. ¿Vamos?

Él escasamente movió su cabeza, asintiendo en completo silencio.

Terminando de leer aquella historia corta, él soltó una sonrisa. Sonrisa que aprobó lo que leía, lo que su amada había escrito; una sonrisa con nostalgia y jocosidad.

— Te dije que lo iba a hacer y he aquí el cumplimiento de mi palabra.

Él la miró por encima del hombro, con una ceja arriba y una sonrisa medio dibujada, como haciendo el reclamo de algo.

— Lo siento corazón. Decidí escribirlo desde que me contaste en lo que estabas pensando hace 10 años, cuando me puse de lanzada y atrevida contigo. Al fin y al cabo, es nuestra primera experiencia como pareja, como uno. Como lo que somos, tú, mi sonámbulo y yo, tu soñadora.

Fijamente, él la miró con cariño, aceptando todo, agradecido y tranquilo, mientras ella terminaba de dar su justificación.

— Tenía que documentar la particular historia de cómo conocí al mejor polvo de mi vida. A mi esposo.

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La mujer de las dunas

Louis no podía dormir. Se revolvió en la cama, se puso bocabajo, y, escondiendo la cara en la almohada, se restregó contra las sábanas calientes como si estuviera sobre una mujer. Pero cuando la fricción lo acaloró, se detuvo.

Se levantó de la cama y miró el reloj. Eran las dos en punto. ¿Qué podía hacer para aplacar la excitación? Salió del estudio. Había luna y veía con claridad los caminos. El lugar, una ciudad costera de Normandía, estaba lleno de pequeños chalés que se alquilaban por una noche o por una semana. Louis vagabundeaba sin rumbo fijo.

Vio que en uno de los chalés había luz. Era un chalé metido en el bosque, aislado. Le intrigó que hubiera alguien levantado tan tarde. Se acercó sin hacer ruido, dejando sus huellas en la arena. Las persianas estaban echadas, pero no cerraban bien, de forma que pudo mirar dentro de la habitación. Y sus ojos dieron con la más pasmosa visión: una cama muy ancha, repleta de almohadas y colchas revueltas, como si antes hubiera sido el escenario de una gran batalla; un hombre, al parecer arrinconado contra un montón de almohadones, como si se hubiera retirado después de una serie de ataques, recostado como un pacha en su harén, muy tranquilo y satisfecho, desnudo y con las piernas cruzadas; y una mujer, también desnuda, a quien Louis sólo veía la espalda, retorciéndose delante de este pacha, ondulándose y obteniendo tal placer en lo que estuviera haciendo con la cabeza entre la piernas del hombre que su culo temblaba trémulo y las piernas se tensaban como si estuviese a punto de saltar.

De vez en cuando el hombre le ponía la mano sobre la cabeza, como para contener su frenesí, y trataba de alejarse. Luego, ella saltó con gran agilidad, colocándose encima, arrodillada sobre la cara. El hombre no se movió. Tenía la cara debajo del sexo de la mujer y ésta, sacando el estómago, se lo ofrecía.

Al quedar él encajado debajo, era ella la que se movía al alcance de la boca del hombre, que aún no la había tocado. Louis vio el sexo del hombre, empinado y agrandado, y al hombre tratando de ponerse a la mujer encima mediante un abrazo. Pero ella se mantuvo a corta distancia, mirando complacida el espectáculo de su hermoso estómago, su vello y su sexo tan cerca de la boca del hombre.

Después, poco a poco, se acercó lentamente y, doblando la cabeza, observó la humedad de la boca del hombre entre sus piernas.

Durante largo rato se mantuvieron en esta posición. Louis estaba tan excitado que se apartó de la ventana. De haber seguido más tiempo, hubiera tenido que tirarse al suelo y satisfacer su ardiente deseo como fuera, y eso no quería hacerlo.

Comenzó a tener la sensación de que en todos los chalés estaba ocurriendo algo que a él le hubiera gustado compartir. Anduvo más de prisa, obsesionado por la imagen del hombre y la mujer, por el vientre firme y redondo de la mujer cuando se arqueaba sobre el hombre…

Al cabo llegó a las dunas de arena y la absoluta soledad. Las dunas brillaban como colinas nevadas en la noche clara. Más allá estaba el mar, cuyos rítmicos movimientos oía. Anduvo bajo la luz blanca de la luna. Y entonces vislumbró una figura delante de él, que andaba a pasos ligeros y airosos. Era una mujer. Llevaba puesta una especie de capa, que el viento henchía como una vela y que parecía impulsarla. Nunca la alcanzaría.

Ella andaba hacia el mar y él la siguió. Anduvieron largo rato sobre las dunas que parecían nieve. Al llegar a la orilla, ella dejó caer al suelo sus ropas y quedó desnuda en medio de la noche estival. Echó a correr hacia la rompiente. Y Louis, imitándola, también se deshizo de las ropas y entró corriendo en el agua. Sólo entonces le vio ella. Al principio se quedó inmóvil. Pero cuando vio el cuerpo joven a la luz de la luna, la hermosa cabeza y la sonrisa, ya no sintió miedo. Él fue nadando hacia ella. Se sonrieron mutuamente. La sonrisa de él, aún de noche, era deslumbrante; y también la de ella. Casi no distinguían otra cosa que sus sonrisas brillantes y los contornos de sus cuerpos perfectos.

Él se acercó. Ella lo dejó. De pronto, Louis se echó a nadar hábil y graciosamente sobre el cuerpo de ella, rozándolo y sobrepasándolo.

Ella seguía nadando y él repitió el cruce por encima. Luego ella se puso en pie y él buceó y pasó entre las piernas. Rieron. Los dos estaban a sus anchas en el agua.

Louis estaba profundamente excitado. Nadaba con el sexo erecto. Entonces se acercaron el uno al otro, agachados, como si fueran a pelear. Él apretó el cuerpo de la mujer contra el suyo y ella percibió la dureza del pene.

Él lo colocó entre las piernas de la mujer. Ella lo tocó. Sus manos la registraban y acariciaban por todas partes. Luego, ella volvió a alejarse y él tuvo que nadar para alcanzarla. De nuevo con el pene provocativamente entre las piernas de la mujer, la apretó con mayor fuerza y trató de penetrarla. Ella se zafó y salió corriendo del agua a las dunas de arena. Él corrió detrás, chorreando, resplandeciente y riéndose. El calor de la carrera volvió a encenderlo. La mujer se dejó caer en la arena y él encima de ella.

Entonces, en el momento en que más la deseaba, súbitamente le abandonó la potencia. Ella yacía esperándolo, sonriente y húmeda, y su deseo se fue amansando. Louis estaba confundido. Había estado rebosando de deseo durante días. Quería tomar a aquella mujer y no podía. Se sentía profundamente humillado.

—Hay mucho tiempo —dijo ella. Curiosamente, su voz estaba llena de ternura—. No te muevas. Estoy muy bien.

Ella le pasó su calor. El deseo no volvía, pero le gustaba sentirla. Sus cuerpos yacían juntos, vientre contra vientre, el vello sexual enzarzado, los pechos de ella clavándole las puntas y las bocas pegadas.

Se soltó para mirarla: las largas piernas esbeltas y lustrosas, el abundante vello púbico, la encantadora piel pálida que resplandecía, los pechos abundantes y muy erguidos, los cabellos largos, la amplia sonrisa de la boca.

Estaba sentado en la postura de Buda. Ella se aproximó y cogió con la boca el pequeño pene alicaído. Lo lamió suavemente, con ternura, demorándose alrededor de la punta. El miembro se rebulló.

Louis bajó los ojos para contemplar cómo la boca, ancha y roja, se redondeaba alrededor del pene. Una mano le acariciaba los testículos, la otra removía la cabeza del pene, cubriéndola y sacudiéndola muy despacio.

Luego, sentándose apoyada contra él, lo cogió y lo metió entre sus piernas. Lo frotó suavemente contra el clítoris, una y otra vez. Louis miraba la mano, pensando en lo hermosa que era con el pene cogido cual si fuera una flor. El pene se estiró, pero no estaba lo bastante duro para penetrarla.

Al abrirse el sexo de la mujer, Louis vio brotar la humedad de su deseo, brillante a la luz de la luna. Ella seguía frotando. Los dos cuerpos, igualmente hermosos, se doblegaban a la frotación; el pequeño pene sentía el contacto de la piel de la mujer, su carne cálida, y gozaba con el contacto.

—Dame la lengua —dijo ella, acercándose.

Sin dejar de frotarle el pene, le cogió la lengua con la boca y le tocó la punta con su propia lengua. Cada vez que el pene le rozaba el clítoris, la lengua de ella rozaba la punta de la lengua de él. Y Louis sintió cómo el calor descendía de la lengua al pene, recorriéndole de pies a cabeza.

—Saca la lengua, sácala —dijo ella con voz ronca.

Él obedeció. Ella volvió a gritar:

—Sácala, sácala… —obsesivamente.

Cuando lo hizo sintió tal conmoción en todo su cuerpo que parecía como si el pene se alargara hacia ella, como si fuera a alcanzarla.

Ella mantenía la boca abierta, dos delgados dedos alrededor del pene y las piernas separadas, esperando.

Louis sintió el torbellino de la sangre que le recorría el cuerpo y descendía al pene. El miembro se puso duro.

La mujer esperó. No cogió inmediatamente el pene. Dejó que de vez en cuando rozara la lengua contra la de ella. Le dejó jadear como perro en celo, abriendo su ser, estirándose hacia ella. Él miraba la boca roja del sexo de la mujer, abierto y expectante, y de pronto la violencia del deseo le hizo temblar y completó la erección. Se arrojó sobre ella, con la lengua dentro de su boca y el pene abriéndose camino en su interior.

Pero tampoco ahora pudo correrse. Rodaron juntos largo rato. Finalmente, se pusieron en pie y anduvieron, llevándose las ropas. El sexo de Louis estaba empalmado y tenso y ella disfrutaba viéndolo. De vez en cuando se dejaban caer en la arena y él la tomaba, la revolcaba y la dejaba mojada y salida. Y al seguir andando, yendo ella delante, la rodeaba con los brazos y la arrojaba al suelo, de modo que copulaban a cuatro patas como los perros. Él temblaba dentro de la mujer, empujaba y vibraba y le sostenía los pechos con las manos.

—¿Quieres? ¿Quieres tú? —preguntó Louis.

—Sí, pero despacio; no te corras. Me gusta así, repitiendo muchas veces.

Tan mojada y enfebrecida estaba la mujer. Andaba esperando el momento en que la tirara de nuevo a la arena y volviera a tomarla, excitándola y dejándola antes de que se hubiera corrido. Cada vez volvía a sentir las manos del hombre sobre su cuerpo, la arena cálida contra su piel, la caricia de la boca del hombre, la caricia del viento…

Mientras andaban, ella sostenía en la mano el pene erecto. Una vez lo detuvo, se arrodilló delante e introdujo el miembro en la boca. Él se mantuvo arriba, de pie, adelantando ligeramente el vientre. Otra vez ella apretó el pene entre los pechos, almohadillándolo, sujetándolo y dejándolo resbalar por el blando abrazo. Avanzaban como borrachos, aturdidos, palpitantes y vibrando a consecuencia de las caricias.

Luego vieron una casa y se detuvieron. Él le pidió que se escondiera entre la maleza. Quería correrse; no la dejaría hasta haberse corrido. Ella estaba muy excitada, pero, no obstante, quería contenerse y esperarle.

Esta vez, cuando estuvo dentro de la mujer, empezó a temblar y por último se corrió violentamente. Ella se había montado encima para alcanzar su propia satisfacción. Los dos aullaron al unísono.

Echados de espaldas, descansando, fumando, con el amanecer próximo, sintieron frío y se cubrieron con las ropas. Sin mirar a Louis, la mujer le contó una historia.

Estaba en París cuando ahorcaron a un extremista ruso que había matado a un diplomático. Por entonces vivía en Montparnasse, frecuentaba los cafés y había seguido el proceso con apasionamiento, al igual que todos sus amigos, porque el hombre era un fanático y había respondido a lo Dostoyevski a cuantas preguntas le hicieron, afrontando el proceso con gran valor religioso.

En aquellos tiempos todavía se ejecutaba a la gente por los delitos graves. Habitualmente se llevaba a cabo al amanecer, cuando no había nadie, en una placita cercana a la prisión de la Santé, donde se irguiera la guillotina en la época de la Revolución. Y no era posible acercarse demasiado porque lo impedía la policía. Pocas personas asistían a estos ahorcamientos. Pero en el caso del ruso, dadas las grandes pasiones que había despertado, decidieron asistir todos los estudiantes y artistas de Montparnasse, los jóvenes agitadores y los revolucionarios. Aguardaron en pie toda la noche, emborrachándose.

Ella había esperado con los demás, había bebido con ellos y estaba muy excitada y asustada, por primera vez vería morir a una persona. Por primera vez sería testigo de una escena que sería repetida muchas veces, muchísimas veces, durante la Revolución.

Hacia el amanecer, la multitud se dirigió hacia la plaza, hasta donde lo permitía el cordón desplegado por la policía, y formó un círculo. La marea de la multitud la arrastró a un punto situado a unos diez metros del cadalso.

Allí se quedó, apretada contra el cordón policial, fascinada y aterrorizada. Luego, un revuelo de la multitud la empujó a otro sitio. De todas formas, poniéndose de puntillas, podía ver. La gente la aplastaba por todas partes. El reo apareció con los ojos vendados. El verdugo estaba dispuesto y esperaba. Dos guardias cogieron al hombre y, lentamente, lo guiaron por la escalera del patíbulo.

En aquel momento se dio cuenta de que alguien se apretaba contra ella con mucha más fogosidad de lo normal. En su estado tembloroso y excitado, la presión no era desagradable. Tenía el cuerpo enfebrecido. De cualquier forma, casi no se podía mover; tan clavada la tenía la curiosa multitud.

Llevaba una blusa blanca y una falda con botones a todo lo largo de un costado, a la moda de entonces: una falda corta y una blusa a cuyo través se veía la ropa interior rosada y se adivinaba la forma de los pechos.

Dos manos le rodearon la cintura y sintió con toda claridad el cuerpo de un hombre, su deseo duro contra su propio culo. Contuvo la respiración. Tenía los ojos fijos en el hombre que iban a ahorcar y los nervios la torturaban. Al mismo tiempo, aquellas manos avanzaron hacia sus pechos hasta apresarlos.

Estaba aturdida por las sensaciones contradictorias. No se movió ni volvió la cara. Ahora una mano buscaba una abertura de la falda y descubrió los botones. Cada botón que soltaba la mano la hacía suspirar de miedo y alivio. La mano se detenía, por si protestaba, antes de pasar al siguiente botón. Ella no hizo el menor movimiento.

Luego, con destreza y rapidez inesperadas, las dos manos hicieron girar la falda de forma que la abertura quedase detrás. En medio de la palpitante multitud, lo único que ahora sentía era el pene deslizándose lentamente por la abertura de la falda.

Sus ojos seguían fijos en el hombre que ascendía al patíbulo y, a cada latido del corazón, el pene avanzaba un poco más. Había atravesado la falda y abierto un siete en las bragas. Lo sentía caliente, firme y duro contra su carne. Ahora el condenado estaba de pie sobre el patíbulo y le pusieron la soga al cuello. El dolor de verlo era tan grande que convertía el contacto carnal en un alivio, en algo humano, cálido y consolador. Le pareció que el pene que se estremecía entre sus nalgas era algo hermoso de coger, que era vida, vida a la que cogerse mientras se desarrollaba la muerte…

Sin decir una palabra, el ruso dobló la cabeza sobre el nudo. El cuerpo de ella tembló. El pene avanzaba entre los blancos bordes de las nalgas, abriéndose inexorablemente su carne.

Palpitaba de miedo y la palpitación era la misma para el deseo. A la vez que el condenado saltó al vacío y a la muerte, el pene se estremeció dentro de ella, vertiendo su cálida vida.

La multitud aplastaba al hombre contra ella. Casi dejó de respirar y, conforme el miedo se convirtió en placer, en salvaje placer al sentir la vida mientras el hombre agonizaba, se desmayó.

Después de esta historia, Louis descabezó un sueñecito. Al despertar, saturado de sueños sensuales, vibrando a resultas de un imaginario abrazo, vio que la mujer se había ido. Pudo seguir las huellas sobre la arena durante un buen trecho, pero desaparecieron en la zona arbolada que daba a los chalés, y así la perdió.

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Ella en mi boca

Distraído en sus ojos negros, brillantes ante la tenue luz que por la ventana entraba, donde se podía percibir cómo el sol se deshacía en el final del montañoso horizonte, matizado por nubes rojas que llamaban la atención de todos los distraídos caminantes, me encontraba estimulado en aquel pequeño cuarto, sentado en su blanda cama con madera tallada, misma que tenía un particular olor que vanamente se mezclaba con el excitante aroma que ella emanaba.

Aunque me creía experto en este juego, por todas las aventuras de conquista que en mi historial rondan, en ese particular ir y venir del romance momentáneo, sin promesa, sin futuro, sin esperanza; con ella tenía sensaciones distintas, era un cóctel picoso y morboso de ansiedad, de felicidad, de afán y desespero. Mis instintos me ordenaban irme encima de ella cual depredador ansioso por consumir su carne, mis ganas me forzaban a apreciar morbosamente, cada una de las partes de su cuerpo, la quería desnuda y de inmediato, quería rasgar sus prendas y morder su piel, pero su mirada desintegraba mi voluntad, siendo la imponencia que me hacía suyo, que me obligaba a ser sumiso, anunciando que pronto yo sería de su propiedad, que sería colonizado por completo.

Tras de la mueca de media sonrisa, ella empezó a quitarse la blusa, lo que generó que su aroma se hiciera más denso y que su piel pálida se pronunciara, dando un manifiesto áulico, imponiendo su autoridad, su ritmo, su perfección. Sin pausa alguna, sus manos se fueron hacia atrás y en unos pocos movimientos, vi como su sostén se deslizaba lentamente por sus brazos, dejando caer sus senos, aquellos enormes senos que me apuntaban con esos hermosos pezones rosados, mismos que manifestaban jamás a alguien haber amamantado. Yo los quería poseer, añoraba diseñar con mi boca la cavidad idónea para ellos, pero no me dejaba de mirar, sus ojos me seguían controlando y era evidente que lo gozaba.

Con el juego en sus manos, hizo una pausa para analizarme detenidamente, era como si calificara mi reacción, a la espera de que fuera idónea, que le inspirara, que le estimulara a seguir, pero reaccionó mirándome fijamente a los ojos y con un sagaz movimiento me quitó la camisa. Yo la dejé, ¿cómo oponerme? Ese juego me traía de los huevos, me encantaba, escasamente ella se había quitado su blusa y yo ya estaba teniendo una erección.

De un paso, se tiró hacía atrás, quedando recostada, pero con su pelvis elevada y aprovechando esa común posición, se liberó de su pantalón con la prisa que marcaba la ida de la luz del sol. De lo extasiado que me encontraba, sentí fácilmente que una gota de sudor se descolgaba por mi pecho, ella la vio y la siguió con la mirada y al llegar la gota a mi cinturón, lo tomó y lo sacó de mi pantalón. Luego tomó el botón de mi pantalón y lo desabrochó, hecho esto, tomó mi pantalón y lo empezó a halar, en completo silencio, entendí que debía facilitar sus intenciones y me ubiqué de tal modo que mi pantalón dejó de ser mío y pasó a ser de su cómoda.

Se inclinó hacia el frente y rompió el silencio.

– ¡Está enorme!

Dijo complacida mientras acariciaba mi pene. Ahora éramos los dos quienes estábamos en interiores y perfectamente pude apreciar cómo su calzón estaba húmedo.

– ¿Sabes? Las medias en tus pies no son para nada sexys.

A la orden me las quité. Definitivamente yo era su esclavo, estaba completamente a su orden, a su mando. Yo no sabía si ser romántico, tierno o completamente salvaje, sus movimientos improvisados no me permitían anticipar nada.

Sin pensarlo, se puso de pie en su cama, yo seguía sentado en ésta, se acercó a mí, puso su vagina en frente mío y dijo:

– Quiero que me bajes, pero antes quiero que me quites mis calzones con tu boca.

Obedecí sin dudarlo, pero antes abrí mi boca para morder su monte de venus y mientras lo hacía, pude sentir su calzón húmedo. Me resultaba excitante que ella tuviera su calzón así pero también estaba impactado por el tamaño que tenía.

Cuando ya pude quitarle su calzón, algo en lo que me tomé mi tiempo, pude apreciar su hermosa vagina. Era enorme y no completamente depilada, eso me gustó, sus labios mayores eran pronunciados y se podía apreciar su excitación, puesto que su clítoris se asomaba, como queriendo ser el protagonista de toda la historia.

Le besé su monte de venus y tras el beso, no pude despegar mi boca de su vagina, no lo quería y si lo quisiese, su mano en mi cabeza no me lo permitiría. Podía sentir cómo en movimientos pendulares refregaba su vagina húmeda en mi boca, yo quería el control en esto, pero ella no daba el lado.

Cuando miré hacia arriba, sus enormes senos me guarecían del techo blanco con la bombilla apagada, su cara no estaba al alcance de mi mirada, sólo podía ver la parte inferior de su quijada, con los músculos tensos, en respuesta de las sensaciones que vivía.

Poco a poco sus piernas estaban más tensas, el movimiento pendular iba reduciéndose, y su vagina cada vez estaba más húmeda. Mi pene estaba que se me estallaba, sentía esa fuerte necesidad de penetrarle, pero el lamer y succionar su vagina era inmensamente satisfactorio, ¿qué hago? ¿Le bajo o le penetro?, mientras lo pensaba, de la forma más torpe, iba retirando mis calzoncillos de mi cuerpo, mi miembro estaba deseoso de salir de semejante encierro y más, sabiendo que había acción y él era la estrella invitada.

Con mi mano izquierda la tomé de su trasero, me apoderé de éste, apretándole la nalga cual tesoro valioso y la fijé como queriendo fundirla en su piel, a su vez y sin pensarlo, ésta se volvió el apoyo de aquella dama que me tenía en su poder. Su clítoris físicamente alcanzó su forma magna, mi lengua, aunque cansada, podía percibirlo mientras paseaba desde éste hasta su cavidad vaginal, ida y vuelta como si no se decidiera entre jugar con él o ir a beber del néctar vaginal, y mi mandíbula, cómplice pervertida, se movía rápidamente hacia adelante y hacia atrás, como si morbosamente gozara de todo lo que en ese pequeño espacio acontecía.

Con mi mano derecha tomé mi miembro, estaba duro, firme, húmedo, algo caliente y con sus venas a estallar y yo, con ese morbo y esa envidia que tenía de verla a ella así, me complacía a mí mismo, buscando no quedarme atrás. Lubricado es poco para describir el líquido que era, mi mano, mi boca, mi miembro, hasta los testículos fueron partícipes, pero ¿Cómo evitarlo?, si me traía de degenerado a loco su juego, su lujuria, su poder palaciego.

Su respiración se sentía fuerte pero cortada, era bastante rápida, cual si maratón hubiera corrido. De un momento a otro, con una potente fuerza dominante, con sus manos apretó mi cabeza contra su vagina y rompió el silencio con sonidos pujantes que involuntariamente salían; gemía, estaba gimiendo y era yo quién lo provocaba.

– ¡MÁS!, gritó pero sin la capacidad de abrir su boca.

Esa pequeña palabra, pronunciada de esa pujada forma y en ese húmedo cuarto que caía más en oscuridad noctámbula, hizo que los movimientos de todos los músculos de mi boca tuvieran más velocidad, mi lengua quería penetrarla, pero no quería dejar su clítoris atrás. Con movimientos inexactos, como si temblara, pero por hacer fuerza y desplazando su vagina hacia adelante, como queriendo llevarla hacia arriba me miró y dijo:

– ¡Sigue!

Sus dos manos sujetaron mi cabeza con firmeza, mientras que sus ojos, aunque abiertos, ante un rápido movimiento, se blanqueaban, cerrando todo acceso a su alma, a su fortaleza. Su cuerpo se empezó a arquear hacia atrás, sus piernas eran vigorosas, llenas de firmeza y ese instante que apremia, dejó soltar un fuerte pujido, largo, ahogado al inicio, pero tomaba fuerza.

Por gracia, alcancé a tomar aire en lo que me quedaba la pieza y pude resistir aquellas reacciones de la dama con fiereza. Su vagina cubría toda mi boca y mi nariz, irrigándome con sus aguas del manantial de su cuerpo, dejándome sin respiración, mientras ella apenas podía hacerlo, en su cortada inhalación y su profundo consuelo.

Su cuerpo empezó a relajarse y a separarse del mío, se veía débil pero complacida y lentamente, mientras se incorporaba, se dejó caer en la cama, quedando acostada. Su posición me permitía admirar su húmeda vagina, protegida por esas gruesas y pálidas piernas. ¡Qué imagen más vistosa tenía!

Aunque empecé tarde, estuve en ritmo y armonía, es que de sólo verle bastaba para llegar a la cima y la prueba de ello quedó a unos cuantos centímetros de nosotros, en su piso pálido, porque yo también aporté desde mi cuerpo al ambiente húmedo de su cuarto, la diferencia es que yo me bañaba en ella y ella, al contrario, sólo dominaba en mí.

Ella en mi boca y yo en el piso, a unos cuantos centímetros de nosotros.

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Los encontrados

Salieron a pasos diferentes pero se encontrarían en un mismo destino; él con paso firme, un tanto apurado, y ella con la urgencia de lo innecesario y la torpeza de un perro caminando a dos patas. Pasos diferentes, ritmos inexactos pero al final son simples caprichos de la necesidad de estar unidos.

La música los llevó al mismo sitio, los envolvió el olor a licor, a baile, a desenfreno y arrebato y los tomó como presa del libertinaje y la lujuria. Allí dentro, se contonearon y danzaron con la armonía de una aurora boreal. Era un placer en sí mismo ver a dos seres bailar de esa manera, tan armónica, tan perfecta.

Después del sudor mezclado, después del descontrol de ambas pieles juntas, después del después, vino la sinfonía que no podía detenerse. Vino el taxi, la puerta, los besos, la escalera; vino la cama y con ella los secretos que guardan la lujuria y el deseo expresado de la manera más física posible.

Llegó el placer y con éste, su amigo, el sueño. El placer se adueñó de esos cuerpos, los hizo sus prisioneros y una vez se aburrió de ellos dejó que su colega hiciera los suyo, tomó parte en ellos y permitió que sus músculos se relajaran, que sus bocas secas buscarán algo de tomar más que la saliva del otro. Morfeo entre sus delicadas manos los dispuso a descansar, los abrazó tan fuerte que sus cuerpos no sentían ni la brisa del ventilador que del calor los alejaba, ni el transcurrir de la existencia del tiempo, simplemente durmieron plácidos y saciados, sin preocupaciones, sin reparos.

Cuando el sol comenzó a meterse a través de las cortinas, curioso por observar a esos cuerpos desnudos y llenos de satisfacción por el otro, uno de sus rayos llegó a la vista de ella, haciéndole abrir sus ojos muy lentamente mientras su cuerpo estiraba y su brazo levantó, tocando con su mano la textura de la piel de su amante, entonces giró su cabeza a la derecha y ahí lo vio: tendido y desnudo con su piel de tonalidad blanca perfecta, sus labios rosados e hinchados de tanto besarle. Suspiró ella y el olor a noche de fiesta se adueñó de su olfato, ese perfume de hombre con humo de cigarrillo, una combinación tan deliciosa como mortal.

Mientras ella buscaba su ropa por la habitación, él comenzó a despertar. Veía una silueta de mujer y de a poco se comenzó a dibujar una espalda esbelta, una cintura que no temería en volver a recorrer, en perderse de nuevo por sus peligrosas curvas; su cabello, largo y negro, se mecía suavemente sobre sus hombros mientras que ella se movía por la recámara, buscando sus cosas; él también se levantó de su cama y comenzó a buscar sus prendas. Cada cual se fue vistiendo y saliendo de aquél cuarto.

Ellos ya sabían cómo es esto, que la vida es una simple construcción a base de momentos y éste era uno de ellos. Tal vez sus vidas volverían a cruzarse, tal vez el ritmo los volvería a llamar y la noche los haría presos de su deseo, tal vez no se volverían a ver, tal vez…

Ambos salieron del hostal, sin mirarse entre sí pero con la convicción de conocerse el uno al otro, con risas cómplices de lo que pasó en aquella habitación; cada uno tomó su camino y volvieron a aquellos pasos. Él, con paso firme y apurado, y Ella con la urgencia de lo innecesario y la torpeza de un perro caminando a dos patas.

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Mallorca

Veraneaba yo en Mallorca, en Deyá, cerca de la cartuja donde se hospedaron George Sand y Chopin. A primera hora de la mañana, a lomo de asno, recorríamos el duro y difícil camino hasta el mar, montaña abajo. Nos llevaba alrededor de una hora de lento esfuerzo por senderos de tierra roja, pisando rocas y traicioneros guijarros, por entre olivos plateados, hacia las aldeas de pescadores, simples barracas apoyadas en la ladera de la montaña.

Todos los días bajaba a la cala, donde el mar penetraba en una pequeña bahía redonda, de tal transparencia, que podía sumergirme hasta el fondo y ver bancos de coral e insólitas plantas acuáticas.

Los pescadores me contaron una extraña historia. Las mujeres mallorquinas eran muy inaccesibles, puritanas y religiosas. Cuando se bañaban, llevaban anticuados trajes de largas faldas y medias negras. La mayor parte de ellas no creía en absoluto en las virtudes del baño y lo dejaban para las desvergonzadas veraneantes extranjeras. También los pescadores condenaban los modernos bañadores y la conducta obscena de las europeas. Decían de ellas que eran nudistas, que esperaban la menor oportunidad para desvestirse por completo y echarse al sol desnudas como paganas. También miraban con desaprobación los baños de medianoche introducidos por los americanos. 

Una noche, hace varios años, la hija de un pescador, de dieciocho años, caminaba a la orilla del mar, brincando de roca en roca, con su vestido blanco ceñido al cuerpo. Paseando así, soñando y contemplando los efectos de la luna sobre el mar, con el suave chapaleo de las olas a sus pies, llegó a una recoleta cala donde se dio cuenta de que alguien estaba bañándose. Sólo podía ver una cabeza que se movía y, de vez en cuando, un brazo. El bañista se encontraba muy alejado. La joven oyó entonces una voz alegre que la llamaba:

–Ven y báñate. Es maravilloso. –Estas palabras fueron pronunciadas en español, con acento extranjero. La voz la llamó–: ¡Eh, María! –Era alguien que la conocía. Debía de tratarse de una de las jóvenes americanas que se bañaban allí durante el día.

–¿Quién eres? –preguntó María.

–Soy Evelyn. ¡Ven y báñate conmigo!

Era una tentación. Podía despojarse fácilmente de su vestido blanco, y quedarse en camisa. Miró a su alrededor. No había nadie. El mar estaba en calma, manchado de luz de luna. Por primera vez, María compartió la afición de las extranjeras por el baño de medianoche. Se quitó el vestido. Tenía el cabello largo y negro, cara pálida y ojos rasgados y verdes, más verdes que el mar. Estaba bien formada, de pechos erguidos, largas piernas y cuerpo estilizado. Sabía nadar mejor que cualquier otra mujer de la isla. Se deslizó en el agua e inició sus largas y ágiles brazadas en dirección a Evelyn. Evelyn buceó, salió a flote y la agarró por las piernas. Estuvieron jugando dentro del agua. La semi obscuridad y el gorro de baño de Evelyn hacían difícil ver su cara. Las mujeres americanas tenían voces como de hombre.

Evelyn forcejeó con María y la abrazó bajo el agua. Ascendieron para respirar riendo, y nadaron indolentemente, separándose y volviéndose a reunir. La camisa de María flotaba en torno a sus hombros y estorbaba sus movimientos, hasta que se desprendió y María quedó desnuda.

Evelyn se sumergió y la tocó jugando, forcejeando con ella y buceando por debajo y por entre sus piernas. También Evelyn separó sus piernas para que su amiga pudiera bucear entre ellas y reaparecer por el otro lado. Flotando, dejó que María pasara bajo su arqueado trasero.

María advirtió que también Evelyn estaba desnuda.

De pronto, sintió que ésta la abrazaba por detrás, cubriendo todo su cuerpo con el suyo propio. El agua estaba tibia, como un lujuriante almohadón, tan salada que las llevaba, ayudándolas a flotar y a nadar sin esfuerzo.

–Eres hermosa, María –dijo la profunda voz, y Evelyn mantuvo sus brazos en torno a la muchacha.

María quiso alejarse flotando, pero la retenían la calidez del agua y el roce constante con el cuerpo de su amiga. Se relajó, aceptando el abrazo. No sintió los pechos de Evelyn, pero recordó que había visto mujeres americanas que no los tenían. El cuerpo de María languidecía y quiso cerrar los ojos.

De pronto, lo que sintió entre las piernas no era una mano, sino otra cosa, algo tan inesperado y turbador que gritó. No era Evelyn, era un hombre, el hermano menor de Evelyn, que acababa de deslizar su pene erecto entre las piernas de María. Esta chillaba, pero nadie la oyó, y su grito fue sólo una reacción que le habían enseñado a esperar de sí misma. En realidad, el abrazo le pareció tan arrullador, cálido y placentero como la misma agua. El mar, el miembro y las manos conspiraron para despertar su cuerpo. Trató de alejarse nadando, pero el muchacho nadó bajo ella, la acarició, le agarró las piernas y la atrapó de nuevo por detrás.

Forcejearon en el agua pero cada movimiento la afectaba más, hacía que notara más el otro cuerpo contra el suyo y las manos sobre ella. El agua hacía que sus senos se balancearan adelante y atrás, como nenúfares flotando. Él se los besó. Con el constante movimiento, no podía tomarla, pero su miembro tocaba una y otra vez el punto más vulnerable de su sexo, y María sentía cómo se desvanecían sus fuerzas. Nadó hacia la orilla, y él la siguió. Cayeron sobre la arena. Las olas seguían lamiéndoles mientras jadeaban, desnudos. Entonces, el hombre tomó a la mujer, y el mar llegó hasta ellos y lavó la sangre virginal.

A partir de aquella noche se encontraron a la misma hora.

La poseyó en el agua, bamboleándose y flotando. Los movimientos de sus cuerpos gozosos al compás del oleaje parecían formar parte del mar. Encontraron un repecho en una roca, y allí permanecieron juntos, acariciados por las olas y estremeciéndose en el orgasmo.

Cuando iba a la playa de noche me parecía verlos, nadando juntos, haciendo el amor.

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Stephanye Reyes

Periodista en deformación. Humana por imposición, bruja por elección. Ojos defectuosos pero talentosos. Hago fotografía de todo lo que mis miopes ojos ven: Ig:bruja_amapola