EL HOMBRE NEUTRO, DE LEONORA CARRINGTON
LITERATURA

EL HOMBRE NEUTRO, DE LEONORA CARRINGTON

El hombre neutro, un cuento de Leonora Carrington. A continuación te lo compartimos completo.

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EL HOMBRE NEUTRO

Aunque siempre me he prometido a mí misma guardar secreto sobre este episodio, he acabado, inevitablemente, por escribirlo. Sin embargo, puesto que puede afectar a la reputación de ciertos extranjeros muy conocidos, me veo en la obligación de utilizar nombres falsos, aunque no suponen un verdadero disfraz: ningún lector familiarizado con los hábitos de los ingleses en los países tropicales tendrá dificultad en reconocer a cualquiera de los implicados.

Recibí una invitación en la que se me pedía que asistiera a un baile de máscaras. Sorprendida, me embadurné la cara con un espeso ungüento fosforescente de color verde eléctrico. Sobre esta base espolvoreé minúsculas imitaciones de diamantes, de manera que la cara me quedó tachonada de estrellitas como el cielo de noche, nada más.

Luego, un poco nerviosa, me metí en un vehículo público que me llevó a las afueras de la ciudad, a la Plaza del General Epigastro. Un espléndido busto ecuestre de este ilustre soldado dominaba la plaza.

El artista que había sido capaz de resolver el singular problema que planteaba dicho monumento se había decidido por una sencillez valerosamente arcaica, limitándose a ejecutar un retrato asombroso en forma de cabeza del caballo del general: el Generalísimo don Epigastro perdura suficientemente grabado en la memoria de su público fiel. La mansión del señor MacFrolick ocupaba todo el lado oeste de la Plaza del General Epigastro.

Un criado indio me condujo a un amplio salón de recepción estilo barroco. Me encontré en medio de un centenar o más de invitados. El ambiente cargado hizo que me diese cuenta, al final, de que yo era la única persona que se había tomado en serio la invitación: era la única que había acudido disfrazada.

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—Sin duda ha sido su intención —me dijo el dueño de la casa, el señor MacFrolick— encarnar a cierta princesa del Tíbet, amante del rey, que estuvo dominada por los ritos sombríos de Bön, ritos afortunadamente perdidos en lo más remoto del tiempo. No me atrevería yo, en presencia de damas, a relatar las espantosas hazañas de la Princesa Verde. Baste decir, que murió en circunstancias misteriosas; circunstancias en torno a las cuales aún corren varias leyendas en Extremo Oriente.

Algunas pretenden que las abejas se llevaron su cadáver, y que aún se conserva en la miel transparente de las Flores de Venus. Otras dicen que el pintado ataúd no contenía a la princesa, sino el cuerpo de una grulla con cara de mujer; otras, que la princesa vuelve en forma de una cerda.

El señor MacFrolick calló de repente y me miró con expresión severa. “No añadiré nada más, señora —dijo—, porque somos católicos.” Confusa, renuncié a toda explicación y bajé la cabeza: tenía los pies mojados por la lluvia de frío sudor que me caía de la frente.

El señor MacFrolick me miró con expresión exánime. Tenía unos ojillos azulados y una nariz gruesa, ancha, achatada. Era difícil no notar que este hombre distinguido, devoto y de moral irreprochable, era el retrato humano de un gran cerdo blanco. Sobre su barbilla carnosa, algo huidiza, colgaba un enorme bigote. Sí, el señor MacFrolick parecía un cerdo; pero un cerdo hermoso, un cerdo devoto y distinguido.

No habían hecho más que cruzar tan peligrosos pensamientos por mi cara verde, cuando un joven de aspecto celta me tomó de la mano y me dijo: “Vamos, querida señora, no se atormente. Todos guardamos un inevitable parecido con otras especies de animales. Estoy seguro de que es usted consciente de su aspecto equino; así que… no se atormente; todo en nuestro planeta anda bastante mezclado.

¿Conoce al señor D.?” —No —dije, muy confundida—. No lo conozco. —D. está aquí esta noche —prosiguió el joven—. Es mago, y yo soy alumno suyo. Mire, allí está; junto a aquella rubia vestida de raso púrpura. ¿Lo ve? Vi a un hombre de aspecto tan neutro que me impresionó tanto como me habría impresionado un salmón con cabeza de esfinge en mitad de una estación de ferrocarril.

La extraordinaria neutralidad de este individuo me produjo una impresión tan desagradable que me dirigí vacilante a una silla.

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—¿Le gustaría conocerlo? —preguntó el joven—. Es un hombre muy notable. Iba a contestarle, cuando una mujer vestida de tafetán azul pálido, con una expresión dura en su rostro, me cogió por el hombro y me empujó directamente a la sala de juego. —Necesitamos una cuarta persona para jugar al bridge —me dijo—. Usted juega al bridge, por supuesto —no sé cómo, pero me quedé callada de pánico.

Habría querido marcharme, pero era demasiado tímida; tanto que empecé a explicar que sólo podía jugar con cartas de fieltro a causa de una alergia que tenía en el dedo meñique de la mano izquierda. Fuera, la orquesta tocaba un vals; yo detestaba tanto esa música que no me atreví a decir que tenía hambre. Un alto dignatario de la Iglesia, sentado a mi derecha, se sacó una chuleta de cerdo de su rica faja carmesí. —Toma, hija mía —me dijo—.

La caridad derrama mercedes sobre gatos, pobres y mujeres de rostro verde por igual. La chuleta, que evidentemente llevaba mucho tiempo junto al vientre del eclesiástico, no me atraía en absoluto; pero la cogí, con intención de enterrarla en el jardín.

Al salir con ella, me hallé en plena oscuridad, apenas suavizada por el planeta Venus. Andaba cerca de la taza estancada de una fuente llena de abejas estupefactas, cuando me topé cara a cara con el mago, el hombre neutro. —Así que ha salido a dar un paseo —dijo en tono despectivo—. Siempre les pasa lo mismo a los ingleses expatriados: se aburren mortalmente.

Llena de vergüenza, confesé que yo también era inglesa, y el hombre soltó una risita sarcástica. —No es culpa suya ser inglesa —dijo—; los habitantes de las Islas Británicas llevan tan arraigada en la sangre su estupidez congénita que ni siquiera tienen conciencia de poseerla. Las enfermedades espirituales de los ingleses se han hecho carne, o más bien adobo de cerdo. Vagamente irritada, contesté que en Inglaterra llovía bastante, pero que el país había dado los más grandes poetas del mundo.

Luego, para cambiar de tema, añadí: “Acabo de conocer a uno de sus discípulos. Me ha dicho que es usted mago”. —En realidad —dijo el hombre neutro—, soy instructor de cuestiones espirituales; un iniciado, si quiere. Pero ese pobre muchacho no llegará jamás a ninguna parte. Debe usted saber, mi querida señora, que el camino esotérico es difícil y está erizado de catástrofes.

Muchos son los llamados, pero pocos los escogidos. Yo le aconsejaría que se circunscribiese a su encantadora estupidez femenina y olvidase toda idea de que existe un orden superior.

Mientras me hablaba, yo intentaba esconder la chuleta de cerdo, que rezumaba horribles gotas de grasa entre mis dedos. Por fin logré metérmela en el bolsillo. Aliviada, me di cuenta de que este hombre no me tomaría en serio si se enteraba de que andaba por ahí con una chuleta de cerdo en el bolsillo.

Y aunque temía al hombre neutro como a una plaga, sin embargo quería causarle buena impresión. —Me gustaría aprender algo de su magia; quizá, estudiar con usted. Hasta ahora… —No hay nada —me dijo—. Trate de entender lo que le digo. No hay nada, absolutamente nada. En ese momento, sentí que me disolvía en una masa opaca e incolora. Cuando recobré el aliento, el hombre había desaparecido. Quise volver a casa, pero me había perdido en el jardín, que estaba inundado de fragancia de cierta planta llamada “galán de noche”.

Llevaba un rato recorriendo los senderos, cuando llegué a una torre. A través de su puerta entornada entreví una escalera de caracol. Alguien me llamó desde el interior, y subí, pensando que al fin y al cabo no tenía gran cosa que perder.

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Era demasiado estúpida para echar a correr como la liebre de dientes triangulares. Pensé con amargura: en este momento soy más pobre que un mendigo; aunque las abejas han hecho cuanto han podido por advertirme. Y aquí estoy: he perdido la miel de todo un año, y a Venus en el cielo.

Al llegar arriba me encontré en el “boudoir” privado del señor MacFrolick. Me recibió amablemente; y fui incapaz de explicarme a mí misma mi cambio de actitud. Con un gesto lleno de cortesía anticuada, el señor MacFrolick me ofreció un plato de porcelana (bastante fino) en el que descansaba su propio bigote. Vacilé en aceptar el bigote, pensando que quizá quería que me lo comiese.

Es un excéntrico, pensé. Rápidamente, me excusé: “Muchí simas gracias, señor —dije—; pero no tengo hambre, después de tomarme la deliciosa chuleta que el obispo ha tenido la amabilidad de ofrecerme”. MacFrolick pareció ligeramente ofendido. —Señora —dijo, este bigote no es comestible en absoluto.

Pretende ser un souvenir de esta noche de verano, y yo pensaba que quizá podía guardarlo en una vitrina apropiada para este tipo de recuerdos. Debo añadir que este bigote carece de poder mágico, pero su considerable tamaño lo distingue de los objetos vulgares. Comprendiendo que había metido la pata, cogí el bigote y me lo guardé cuidadosamente en el bolsillo, donde se me pegó a la asquerosa chuleta de cerdo.

MacFrolick me empujó entonces al sofá, y apoyándose pesadamente en mi estómago, dijo en tono confidencial: “Mujer verde, sepa usted que hay diferentes clases de magia: magia negra, magia blanca y, la peor de todas, magia gris.

Es absolutamente esencial que sepa que esta noche hay entre nosotros un peligroso mago gris. Se llama D. Este hombre, vampiro con palabras de terciopelo, es responsable de la muerte de muchas almas humanas y no humanas. Después de varios intentos, D. ha logrado infiltrarse en esta mansión para robarnos nuestra esencia vital”.

Me costó reprimir una ligera sonrisa, dado que yo había vivido mucho tiempo con un vampiro de Transilvania, y mi suegra me había enseñado todos los secretos culinarios necesarios para satisfacer a la más voraz de estas criaturas. MacFrolick se apoyó aún más en mí, y siseó: “Me es absolutamente necesario librarme de D. Por desgracia, la Iglesia prohíbe el asesinato particular.

Así que me veo en la obligación de pedirle que venga a ayudarme. Usted es protestante, ¿verdad?”. —De ninguna manera —contesté—. Yo no soy cristiana, señor MacFrolick. Además, no me apetece matar a D., aunque tuviera ocasión de hacerlo antes de que él me pulverizara diez veces. El semblante de MacFrolick se encendió de furia. —Salga de esta casa inmediatamente —gritó—. Yo no recibo a descreídas, señora. ¡Váyase!

Salí lo más deprisa que pude por aquella escalera, mientras MacFrolick se recostaba en la puerta, insultándome en un lenguaje bastante variado para un hombre tan piadoso. Esta historia que cuento aquí como un incidente vulgar del verano no tiene propiamente final.

Y no tiene final porque el episodio es verídico; porque toda la gente vive aún, y todos siguen su destino. Es decir, todos menos el eclesiástico, que se ahogó trágicamente en la piscina de la mansión. Se dice que fue atraído allí por unas sirenas disfrazadas de niños de coro. El señor MacFrolick no me volvió a invitar nunca más a su mansión; aunque me han dicho que goza de buena salud.

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Cinthia Flores

Fotógrafa y reportera.