HIJO DE SATANÁS, DE CHARLES BUKOWSKI
CUENTOS

HIJO DE SATANÁS, DE CHARLES BUKOWSKI

Yo tenía once años y mis dos compinches, Hass y Morgan, tenían doce y era verano, no había colegio y nos sentábamos en la hierba al sol detrás del garaje de mi padre y fumábamos cigarrillos.

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–  Mierda -dije. Estaba sentado bajo un árbol. Morgan y Hass estaban sentados con la espalda contra el garaje.

–   ¿Qué te pasa? -preguntó Morgan.

–   Tenemos que coger a ese hijo de puta -dije-. ¡Es una vergüenza para este barrio!

–   ¿Quién? -preguntó Hass.

–   Simpson -dije.

–   Sí -dijo Hass-, tiene demasiadas pecas. Me pone nervioso.

–   No es eso -dije.

–   ¿Ah, no? -dijo Morgan.

–    No. Ese hijo de puta asegura que la semana pasada se folló a una chica debajo de mi casa. ¡Es una cochina mentira! -dije.

–    Seguro que sí -dijo Hass.

–    No sabe joder -dijo Morgan.

–    Lo que sí sabe es decir jodidas mentiras -dije.

–   No aguanto a los mentirosos -dijo Hass, soltando un aro de humo.

–  No me gusta oír esas tonterías de un tipo con pecas -dijo Morgan.

–   Bueno, entonces quizá deberíamos ir a verle -sugerí.

–   ¿Por qué no? -dijo Hass.

–   Venga -dijo Morgan. Bajamos por la calle de Simpson y allí estaba, jugando al balonmano contra la puerta del garaje.

–   Eh -dije-, ¡mirad quién está jugando consigo mismo!

Simpson cogió la pelota al rebote y se volvió hacia nosotros.

–  ¿Qué hay, chicos?

Lo rodeamos.

–  Te has follado a alguna chica debajo de alguna casa últimamente? -le preguntó Morgan.

–  Nnno

– ¿Cómo qué no? -preguntó Hass.

–    No sé.

–    No creo que nunca te hayas jodido a nadie más que a ti mismo -dije.

–    Tengo que entrar ya -dijo Simpson-. Mi madre ha dicho que tengo que fregar los platos.

–    Tu madre tiene platos en el chocho -dijo Morgan. Nos reímos. Nos acercamos un poco a Simpson y sin más le propiné un fuerte derechazo en el estómago. Se dobló hacia adelante, sujetándose la tripa. Se quedó así medio minuto, luego se enderezó.

–    Mi papá volverá a casa de un momento a otro -nos dijo.

–   ¿Ah, sí? ¿Tu papá también se folla niñas debajo de las casas? – pregunté.

–    No.

Nos reímos.

Simpson no decía nada.

– Mirad esas pecas -dijo Morgan-. Cada vez que se folla a una niña debajo de una casa le sale una peca nueva.

Simpson no decía nada. Pero cada vez parecía más asustado.

– Yo tengo una hermana -dijo Hass-. ¿Cómo sé que no intentarás follarte a mi hermana debajo de alguna casa?

– Nunca haría eso, Hass, te lo juro!

– ¿Ah, sí?

– Sí, ¡lo digo en serio!

– Bueno, ¡éste es sólo para que no lo hagas!

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Hass le dio un fuerte puñetazo a Simpson en el estómago. Símpson volvió a doblarse. Hass se agachó, cogió un puñado de tierra y se lo metió a Simpson por el cuello de la camisa. Simpson se enderezó. Tenía los ojos llenos de lágrimas. ¡Qué mariquita!

– Dejadme que me vaya, chicos, por favor!

– ¿A dónde vas a ir? -le pregunté-. ¿A esconderte debajo de las faldas de tu madre mientras los platos le caen del chocho?

– Tú nunca te has follado a nadie -dijo Morgan-, ¡ni siquiera tienes pito! ¡Tú meas por la oreja!

– Como te vea alguna vez mirando a mi hermana -dijo Hass-, ¡te vas a llevar una paliza que te vas a quedar hecho una peca como una catedral!

– Dejadme que me vaya, por favor! Tuve ganas de dejarle ir. A lo mejor no se había follado a nadie. A lo mejor sólo había estado soñando despierto. Pero yo era el joven líder. No podía demostrar compasión.

– Tú te vienes con nosotros, Símpson.

– ¡No!

– ¿No? ¡Y un cojón! ¡Tú te vienes con nosotros! ¡En marcha! ¡Ya! Me puse detrás de él y le di una patada en el trasero, bien fuerte. Pegó un chillido.

– ¡CÁLLATE! -grité-. ¡CÁLLATE O TE VAS A GANAR UNA PEOR! ¡EN MARCHA! ¡YA! Lo sacamos por el camino de su casa, cruzamos el jardín, entramos en el camino de la mía y lo llevamos a mi patio de atrás.

-¡Firme! ¡Ar! -dije-. ¡Manos a los costados! ¡Vamos a formar un consejo de guerra!

Me volví hacia Morgan y Hass y dije:

– Todos los que crean que este hombre ha mentido al decir que se ha follado a una niña debajo de mi casa, que digan ahora «culpable»!

– Culpable -dijo Hass.

– Culpable -dijo Morgan.

– Culpable -dije yo.

Me volví hacia el prisionero.

– Simpson, ¡se te ha declarado culpable! Entonces sí que empezaron a caerle lágrimas de verdad a Simpson.

– Yo no he hecho nada! -decía sollozando.

– Pues de eso es de lo que eres culpable -dijo Hass-. ¡De mentir!

– Pero si vosotros siempre estáis mintiendo!

– Pero no en lo de follar -dijo Morgan.

– De eso es de lo que más mentís, de vosotros lo he aprendido!

– Cabo -me volví hacia Hass-, ¡amordace al prisionero! ¡Estoy harto de sus jodidas mentiras!

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– ¡Sí, señor! Hass corrió hacia el tendedero. Cogió un pañuelo y un trapo de cocina. Mientras sosteníamos a Simpson, le metió el pañuelo en la boca y después lo amordazó con el trapo de cocina. Simpson hizo unos ruidos como de arcadas y cambió de color.

– ¿Creéis que puede respirar? -preguntó Morgan.

– Puede respirar por la nariz -dije.

– Sí -corroboró Hass.

– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Morgan.

– El prisionero es culpable, ¿no? -pregunté.

– Sí.

– Bueno, ¡como juez lo sentencio a ser cólgado por el cuello hasta morir! Simpson emitió unos ruidos por debajo de la mordaza. Sus ojos nos miraban, suplicantes. Corrí al garaje y cogí la cuerda. Había un buen trozo cuidadosamente enrollado y colgando de un enorme clavo en la pared del garaje. No tenía ni idea de por qué tenía mi padre aquella cuerda. Que yo supiera, nunca la había usado. Ahora iba a ser utilizada. Salí con la cuerda. Simpson echó a correr. Hass salió disparado tras él. Le hizo un placaje y lo tiró al suelo. Lo giró sobre sus espaldas y comenzó a pegarle en la cara. Corrí hacia ellos y con el extremo de la cuerda crucé fuertemente la cara de Hass. Éste dejó de pegar. Levantó la mirada hacia mí.

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– Hijo de puta, ¡te voy a romper el culo a patadas!

– Como juez, mi veredicto ha sido que se cuelgue a este hombre! ¡Y así será! ¡SOLTAD AL PRISIONERO!

– ¡Hijo de puta, te voy a romper el culo a patadas!

– Primero vamos a colgar al prisionero! ¡Después tú y yo arreglaremos cuentas!

– De eso puedes estar seguro -dijo Hass.

– ¡Póngase en pie el prisionero! -dije. Hass se quitó de encima y Simpson se puso de pie. Tenía la nariz ensangrentada y la pechera de la camisa manchada. La sangre era de un rojo muy brillante. Simpson parecía resignado. Ya no lloriqueaba, pero su mirada era de terror, era horrible de ver.

­– Dame un cigarrillo -le dije a Morgan. Me puso uno en la boca.

– Enciéndemelo -dije. Morgan encendió el cigarrillo y di una calada. Entonces, manteniendo el cigarrillo entre los labios, eché el humo por la nariz, mientras hacía un nudo corredizo en el extremo de la cuerda.

– Poned al prisionero en el porche! -ordené. Había un porche trasero. Encima del porche había un saliente. Lancé la cuerda por encima de una viga, luego tiré del nudo corredizo, que quedó frente a la cara de Simpson. Yo no quería continuar con aquello ni un minuto más. Creía que Simpson ya había sufrido bastante, pero yo era el líder e iba a tener que pelear con Hass después y no podía demostrar debilidad.

– Tal vez no debiéramos -dijo Morgan.

– Este hombre es culpable! -grité.

– ¡Exacto! -gritó Hass-. ¡Vamos a colgarlo!

– Mirad, se ha meado encima -dijo Morgan. Era verdad, había una mancha oscura en la parte delantera de los pantalones de Símpson e iba creciendo.

– No tiene agallas -dije. Pasé la soga por la cabeza de Simpson. Di un tirón a la cuerda y levanté a Simpson hasta que quedó de puntillas. Después cogí el otro extremo de la cuerda y lo até a un grifo que había a un lado de la casa. Hice un nudo bien fuerte y grité:

– ¡Vámonos echando leches!

Miramos a Simpson colgado allí de puntillas. Giraba muy lentamente y tenía ya aspecto de muerto. Eché a correr. Morgan y Hass salieron corriendo conmigo. Corrimos a lo largo de la entrada y luego Morgan se separó rumbo a su casa y Hass rumbo a la suya. Me di cuenta de que yo no tenía adónde ir. Hass, pensé, o te has olvidado de la pelea o no querías pelear. Me quedé de pie en la acera durante un minuto aproximadamente, luego volví corriendo al patio trasero. Simpson seguía girando. Muy levemente. Nos habíamos olvidado de atarle las manos. Las tenía levantadas, intentando aliviar la presión de la soga en el cuello, pero le resbalaban. Corrí hacia el grifo, desaté la cuerda y la solté. Símpson golpeó el suelo del porche, luego rodó hasta el césped. Quedó boca abajo. Le di la vuelta y le desaté la mordaza. Tenía mal aspecto. Parecía como si fuera a morirse. Me incliné sobre él.

– Oye, hijo de puta, no te mueras, yo no quería matarte, de verdad. Si te mueres, lo siento. ¡Pero si no te mueres y alguna vez se lo cuentas a alguien, entonces seguro que te rompo el culo! ¿Has entendido?

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Simpson no contestó. Simplemente me miró. Tenía un aspecto horrible. Tenía la cara púrpura y quemaduras de soga en el cuello. Me levanté. Lo miré durante un rato. No se movía. Tenía mal aspecto. Creí que me iba a desmayar, pero me recompuse. Respiré profundamente y subí por el camino. Eran alrededor de las cuatro de la tarde. Eché a andar. Bajé hacia el bulevar y seguí andando. Iba pensando. Me sentía como si mi vida hubiese acabado. Simpson había sido siempre un solitario. Probablemente un tipo que estaba solo. Nunca se mezclaba con nosotros, los otros chicos. Era raro en ese sentido. Tal vez fuera eso lo que nos molestaba de él.

Sin embargo, había algo agradable en él. Por un lado, me sentía como si hubiese hecho algo muy malo, y por otro no. Sobre todo tenía esa sensación de vacío que se concentra en el estómago. Anduve y anduve. Fui hasta la autopista y volví. Los zapatos me estaban destrozando los pies. Mis padres siempre me compraban zapatos baratos. El buen aspecto les duraba alrededor de una semana más o menos, después el cuero se cuarteaba y las uñas comenzaban a asomar a través de las suelas. De todas formas, seguí andando. Cuando llegué a mi casa era casi de noche. Bajé lentamente por el camino de entrada hacia el patio trasero. Simpson no estaba allí. Y la cuerda había desaparecido. Tal vez estuviese muerto. Tal vez estuviese en otro sitio. Eché una mirada alrededor. El rostro de mi padre apareció enmarcado por la puerta de tela metálica.

– Entra -dijo.

Subí los escalones del porche y pasé por delante de él.

– Tu madre no ha regresado todavía. Afortunadamente. Vete a tu habitación. Quiero tener una pequeña charla contigo. Entré en mi habitación, me senté en el borde de la cama y bajé la mirada hacia mis zapatos baratos. Mi padre era un hombre grande, 1,89 m. Tenía una cabeza grande y unos ojos que colgaban bajo unas cejas tupidas. Tenía los labios gruesos y las orejas grandes. Era despreciable sin siquiera proponérselo.

– ¿Dónde estabas? -preguntó.

– Andando.

– Andando. ¿Por qué?

– Me gusta andar.

– ¿Desde cuándo?

– Desde hoy.

Hubo un largo silencio. Después volvió a hablar.

– ¿Qué ha pasado hoy en nuestro patio?

– ¿Está muerto?

– ¿Quién?

– Le advertí que no hablara. Si lo ha hecho es que no está muerto.

– No, no está muerto. Y sus padres iban a llamar a la policía. Me costó mucho rato convencerlos de que no lo hicieran. ¡Si hubiesen llamado a la policía tu madre se habría muerto del disgusto! ¿Te das cuenta? No contesté.

– Tu madre se habría muerto del disgusto.¿Te das cuenta? No contesté.

– He tenido que darles dinero para que no dijeran nada. Además, tendré que pagar la cuenta del médico. ¡Te voy a dar la paliza de tu vida! ¡Ahora vas a aprender! ¡No voy a criar un hijo que ni siquiera sabe vivir entre personas! Estaba allí de pie, en la puerta, sin moverse. Miré sus ojos bajo aquellas cejas, aquel corpachón.

•Quiero que venga la policía -dije-. No quiero saber nada de ti. Llama a la policía.

Vino lentamente hacia mí.

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– La policía no entiende a la gente como tú. Me levanté de la cama y cerré los puños.

– Venga -dije-. ¡Vamos a pelear! Se echó sobre mí de repente. Sentí un destello de luz cegadora y un golpe tan fuerte que, en realidad, no lo sentí. Estaba en el suelo. Me levanté.

– Más vale que me mates -le dije-, porque si no, cuando yo sea suficientemente mayor te mataré! El siguiente golpe me mandó rodando debajo de la cama. Parecía un buen sitio donde estar. Levanté la vista hacia los muelles y sentí que nunca había visto nada tan amistoso y maravilloso como aquellos muelles de allí arriba. Entonces me reí, era una risa de puro miedo, pero me reí y me reí porque de pronto se me ocurrió que tal vez Símpson si se había follado a una niña debajo de mi casa.

– ¿De qué te ríes? -gritó mi padre-. ¡Tú debes de ser Hijo de Satanás, tú no eres hijo mío! Vi su enorme mano metiéndose debajo de la cama, buscándome. Cuando la tuve cerca la cogí con las dos manos y la mordí con todas mis fuerzas. Se oyó un aullido feroz y la mano se retiró. Mi boca tenía un sabor a carne fresca, escupí. Entonces me di cuenta de que aunque Simpson no estaba muerto era muy probable que yo sí lo estuviera muy pronto.

– Muy bien -oí decir a mi padre por lo bajo-, ahora sí que te la has ganado y te juro que te la vas a llevar. Esperé, y mientras esperaba lo único que oía eran ruidos extraños. Oía pájaros, oía el ruido de los coches que pasaban, oía incluso mi corazón palpitando y la sangre circulando por todo el cuerpo. Oía a mi padre respirar, entonces me arrastré hasta quedar exactamente debajo del centro de la cama y esperé a ver qué pasaba.

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Lilián Villanueva