TOP 10 DE CUENTOS DE TERROR PARA NIÑOS
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TOP 10 DE CUENTOS DE TERROR PARA NIÑOS

10 cuentos de terror especialmente para niños que te servirán para pasar un rato en familia o para Halloween. Sabemos que en la literatura del género de horror existen niveles y no vamos a presentarle a los niños cualquier historia, debido a que muchas veces van dirigidas al público más grande. Sin embargo tenemos también narraciones aptas para los más pequeños de la casa, que no son cuentos tan inocentes pero si contienen un grado de terror moderado.

A continuación te compartimos diez de las historias más contadas en las fogatas de los campamentos y en las reuniones con familiares y amigos. Con el terror también se pasa un rato muy divertido, uno de estos relatos combinado con un poco de ambiente sombrío y una voz misteriosa crearán el escenario perfecto para inquietar a los más pequeños.

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El monstruo del lago

Jacobo y Marcelo eran dos amigos que disfrutaban mucho jugando en el parque, sobre todo cuando tenían una pelota de tenis a mano porque ese era su deporte preferido.

Un día, como solían hacer habitualmente, quedaron al salir de clases para ir a jugar. Durante el camino, Jacobo no aguantó las ganas y empezó a jugar, a pesar de que Marcelo le insistió que mejor no lo hiciera.

Jacobo continuó jugando y le lanzó la pelota a Marcelo, pero como no estaba concentrado, no alcanzó a cogerla y la pelota cayó en el jardín de una casa abandonada.

Al ser el culpable, Jacobo debía ir a recoger la pelota, pero el aspecto atemorizante de la casa le generaba muchísimo miedo. Así que Marcelo se ofreció a ir por la pelota.

Ni corto ni perezoso, Marcelo fue a por la pelota, pero tanta era su curiosidad que no pudo resistir y le echó un vistazo a la casa. Alcanzó a ver una de las ventanas, por donde salía un brillo hipnotizante que despertó el interés del pequeño por descubrir lo que había en el interior.

Marcelo creyó ver un fantasma y salió corriendo hacia donde estaba Jacobo, quien, a pesar de haber tenido miedo antes, no le creyó.

Al siguiente día, Jacobo le insistió a Marcelo a volver al sitio, quería con sus propios ojos el fantasma de esa casa. Al inicio Marcelo se negó rotundamente, pero al final terminó cediendo.

Los dos niños llegaron a la ventana y volvieron a ver una figura que brillaba mucho, por lo que salieron corriendo rápidamente. Detrás de ellos salió la figura.

Mientras corrían Marcelo tropezó y se cayó, y Jacobo se detuvo a ayudarlo. Así, la figura que les perseguía consiguió alcanzarles. Temerosos y temiendo por su vida, Marcelo y Jacobo escucharon que la figura les decía que estaba fumigando la casa y que si querían echar un vistazo tendría que entrar en ese momento porque pronto la iban a demoler. Cuando levantaron la vista, los niños comprobaron que la figura que tanto miedo les inspiraba no era un fantasma sino un hombre vestido con un traje blanco especial.

La estatua del payaso

María Luisa llegó a la casa del doctor Reyes y su esposa a eso de las 7 de la noche. Había sido contratada para cuidar los dos hijos de la pareja mientras ellos cenaban en un lujoso restaurante de la ciudad.

El doctor Reyes abrió la puerta y le dejó saber que los niños se encontraban dormidos. Igualmente, la señora Reyes le pidió permanecer en la sala de estar, cerca de la habitación de los niños, en caso de que alguno de ellos se despertara.

La pareja se despidió y María Luisa se dirigió a la sala y se sentó a jugar en su celular. Al cabo de un rato, se aburrió y llamó a los padres para saber si era posible ver televisión:

—Por supuesto —respondió el doctor Reyes.

Sin embargo, María Luisa tenía una solicitud final; les preguntó si podía cubrir con una manta la estatua del payaso que permanecía en una esquina de la sala, porque cada vez que miraba la enorme estatua de ojos espeluznantes, tenía la sensación de que la estatua se estaba moviendo lentamente.

Por unos cuantos segundos hubo un silencio incómodo. Con voz de terror, el doctor Reyes dijo:

—¡Despierta a los niños y salgan inmediatamente de la casa! NO TENEMOS NINGUNA ESTATUA DE UN PAYASO.

5 CUENTOS PARA HABLAR SOBRE LA MUERTE CON LOS NIÑOS

Lo que se tragó la tierra

Don Melquíades era un anciano tacaño y de corazón endurecido. Aunque tenía tres hijas que se desvivían por él y lo colmaban de atenciones, su única felicidad provenía de contar las diez monedas de oro que había ahorrado. Así que, cuando sintió que se acercaba el fin de sus días, se sentó en su silla mecedora y llamó a sus hijas para hacerles prometer que lo enterrarían con sus preciadas monedas.

A los pocos días, el anciano falleció y las hijas cumplieron su última voluntad. Sin embargo, al cabo de unos meses, las hijas descubrieron que el padre tenía muchas deudas que no podían saldar con lo poco que ganaban trabajando.

—¿Qué haremos? —dijo Esmeralda, la hija mayor, a sus hermanas—. Nuestro padre yace con oro y nosotros con sus deudas. Esta noche iré al cementerio y desenterraré las monedas. Pagaremos las deudas y viviremos tranquilas.

La joven se dirigió al cementerio con pala en mano y regresó a casa con las monedas. Las hermanas cenaron muy felices y se acostaron a dormir.

Pero al llegar la media noche, escucharon un golpe en la puerta y una voz del más allá decir:

—Esmeralda, Esmeralda, a tu promesa le has dado la espalda.

Esmeralda miró por la ventana y vio a su padre, don Melquíades, a quien le faltaba una oreja y tres dedos de la mano. Presa del miedo, la joven entreabrió la puerta y tiró las monedas.

Pasaron unos pocos meses y las deudas continuaron apilándose, las hermanas estaban desesperadas.

—Llevo lavando ropa y limpiando casas ajenas sin disfrutar un centavo de mi trabajo, mientras que nuestro padre descansa con un tesoro en su ataúd. Esta noche iré al cementerio y desenterraré las monedas —dijo Gema, la hermana del medio.

La joven se dirigió al cementerio con pala en mano y regresó a casa con las monedas. Las hermanas cenaron felices y se acostaron a dormir.

Pero al llegar la media noche, escucharon un golpe en la puerta y una voz espectral decir:

—Gema, Gema, te quedas con lo que no es tuyo, ¿no le ves ningún problema?

Gema miró por la ventana y vio a su padre, don Melquíades, a quien le faltaban las dos orejas, cuatro dedos de la mano derecha y el pie izquierdo. Horrorizada y aturdida, la joven entreabrió la puerta y tiró las monedas.

Por muchos años, las pobres hermanas vivieron sumidas en deudas, trabajando de sol a sol para saldarlas.

—Hermanas, es hora de cambiar nuestro destino. No podemos vivir para cubrir las deudas de nuestro padre. Tengo un plan y necesito que me ayuden —dijo Rubí, la hermana menor.

La joven se dirigió al cementerio con pala en mano, regresó a casa con las monedas y las escondió en un cajón de la cocina. Nuevamente, las hermanas cenaron felices y se acostaron a dormir.

Pero al llegar la media noche, escucharon un golpe en la puerta y una fantasmagórica voz decir:

—Rubí, Rubí, entrégame lo que es mío o nunca me iré de aquí.

Poniendo en marcha su plan, Rubí se acercó a la ventana y vio a su padre, don Melquíades, de quien ya solo quedaba el esqueleto. La joven abrió la puerta e invitó a su padre a pasar, las otras dos hermanas temblaban de miedo.

—Papá, siéntate en tu silla mecedora y déjanos conocer el motivo de tu visita —dijo Rubí con un tono casual.

—Estoy aquí por que me faltan mis monedas de oro —rugió don Melquíades con una voz aterradora.

—Pero papá, también te faltan los ojos, la nariz, la boca y las orejas. ¿Qué crees que pasó con ellos? —dijo Rubí.

—¡Se los tragó la tierra! —respondió don Melquíades.

—Noto que también te falta el tronco, los brazos y los pies. ¿Crees saber qué pasó con ellos? —dijo Rubí, tratando de conservar la calma.

—¡Se los tragó la tierra! —respondió don Melquíades.

—Y lo mismo pasó con tus monedas. ¡Se las tragó la tierra! —exclamó Rubí.

Dichas estas palabras, don Melquíades saltó de la silla y desapareció para siempre.

Y por fin… sin la carga de las deudas, las hermanas vivieron muy felices.}

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La niña con la cinta roja

Había una vez una niña y su nombre era Ana. Ella siempre llevaba una cinta de seda roja atada a su cuello con un nudo muy apretado. Desde que estaba en quinto de primaria, Ana tenía un amigo cuyo nombre era Juan.

Ahora, ambos estaban a punto de terminar la secundaria y Juan, como antes, quería saber por qué Ana siempre llevaba la cinta de seda roja.

—Ana, por favor dime por qué siempre llevas esa cinta puesta.

Ana se limitó a sacudir la cabeza con suavidad sin dar respuesta.

Tiempo después, Ana y Jaime se hicieron novios y al cabo de unos años se casaron. Ana dio a luz a 2 hermosos hijos. Los niños también le preguntaban sobre su cinta, pero ella respondía con evasivas. Cansados de no recibir respuesta, no volvieron a tocar el tema.

Así vivieron durante muchos años hasta que un día Ana se enfermó gravemente y dijo entre sollozos:

—Jaime, siento que voy a dejar este mundo pronto. ¿Todavía quieres saber por qué siempre llevo la cinta roja atada a mi cuello?

Jaime asintió, secó las lágrimas de sus ojos y la abrazó.

—Quítame la cinta para conocer la respuesta —dijo Ana.

Fue entonces que Jaime llevó sus manos temblorosas hacia el cuello de Ana y desató lentamente el apretado nudo.

El mismo momento en que Jaime aflojó la cinta por completo…

¡La cabeza de Ana cayó al suelo!

Golpes en el coche

Una familia, compuesta por dos pequeños y sus padres, viajaban por carretera hacia [….] cuando el coche se les averió. Los padres salieron a buscar ayuda y, para que los niños no se aburrieran, les dejaron con la radio encendida. Cayó la noche y los padres seguían sin volver cuando escucharon una inquietante noticia en la radio: un asesino muy peligroso se había escapado de un centro penitenciario cercano a [….] y pedían que se extremaran las precauciones.

Las horas pasaban y los padres de los niños no regresaban. De pronto, empezaron a escuchar golpes sobre sus cabezas. “Poc, poc, poc”. Los golpes, que parecían provenir de algo que golpeaba la parte de arriba del coche, eran cada vez más rápidos y más fuertes. “POC, POC, POC”. Los niños, aterrados, no pudieron resistir más: abrieron la puerta y huyeron a toda prisa.

Solo el mayor de los niños se atrevió a girar la cabeza para mirar qué provocaba los golpes. No debería haberlo hecho: sobre el coche había un hombre de gran tamaño, que golpeaba la parte superior del vehículo con algo que tenía en las manos: eran las cabezas de sus padres.

Anillos en sus dedos

Daisy Clark había estado en coma durante más de un mes cuando el médico dijo que finalmente había muerto. Fue enterrada en un fresco día de verano en un pequeño cementerio a un kilómetro y medio de su casa.

“Que descanse siempre en paz”, dijo su marido. Pero no lo hizo. A última hora de la noche, un ladrón de tumbas con una pala y una linterna comenzó a desenterrarla. Como la tierra seguía estando suelda, llegó rápidamente al ataúd y lo abrió. Su presentimiento era cierto. Daisy había sido enterrada portando dos valiosos anillos: un anillo de bodas con un diamante y un anillo con un rubí que brillaba como si estuviera vivo.

El ladrón se arrodilló y extendió sus manos dentro del ataúd para arrebatar los anillos, pero estaban totalmente adheridos a sus dedos. Así que decidió que la única manera de hacerse con ellos era cortando los dedos con un cuchillo. Pero cuando cuando cortó el dedo con la alianza, este comenzó a sangrar, y Daisy Clark comenzó a moverse. ¡De repente, ella se sentó! Aterrorizado, el ladrón se puso en pie. Golpeó accidentalmente la linterna y la luz se apagó.

Podía oír a Daisy salir de su tumba. Al pasar junto a él en la oscuridad, el ladrón se quedó allí congelado de miedo, aferrando el cuchillo con la mano. Cuando Daisy lo vio, se cubrió con su sudario y le preguntó: ¿”Quién eres?”. Al escuchar hablar al “cadáver”, el ladrón de tumbas corrió. Daisy se encogió de hombros y siguió caminando, y no miró hacia atrás ni una sola vez.

Pero llevado por su temor y confusión, el ladrón huyó en la dirección equivocada. Se lanzó de cabeza en la tumba aún abierta, cayó sobre el cuchillo que llevaba en su mano y él mismo se apuñaló. Mientras Daisy caminaba hacia su hogar, el ladrón se desangró hasta morir.

CUENTOS Y FÁBULAS INFANTILES FAMOSOS CON MORALEJA

La casa embrujada

Jacobo y Marcelo eran dos niños que disfrutaban mucho de los parques, sobre todo cuando tenían una pelota de tenis, pues ese era su deporte favorito.

Un día, los dos se citaron a la salida de clases para ir a jugar, como lo hacían de costumbre. Durante el camino, Jacobo no aguantó las ganas y empezó a jugar, a pesar de que Marcelo le insistió que mejor no lo hiciera.

Jacobo continuó jugando y le lanzó la pelota a Marcelo, quien no estaba concentrado y no la alcanzo a coger. La pelota cayó en el jardín de una casa abandonada y que no tenía un aspecto agradable.

Jacobo, siendo el culpable, tenía demasiado miedo, puesto que el aspecto de la casa era bastante atemorizante. Sin embargo, Marcelo quiso ir por la pelota.

Marcelo recogió la pelota, pero no pudo resistir y le echó un vistazo a la casa, por lo cual alcanzó a ver una de las ventanas, donde había un brillo hipnotizante que provocó que el pequeño quisiera ir a observar lo que había en el interior.

Marcelo creyó ver un fantasma y salió corriendo hacia donde estaba Jacobo, quien, a pesar de haber tenido miedo antes, no le creyó nada.

Al siguiente día, Jacobo le insistió a Marcelo que volvieran al sitio, ya que quería con sus propios ojos el fantasma de esa casa. Marcelo se negó rotundamente, pero al final terminó cediendo.

Los dos niños llegaron a la ventana y volvieron a ver una figura que brillaba mucho, por lo que salieron corriendo rápidamente. Detrás de ellos salió la figura.

Marcelo alcanzó a caer, por lo cual Jacobo se detuvo a ayudarlo. La figura los alcanzó y les dijo que estaba fumigando la casa, ya que debía ver si había algo de valor, porque la iban a demoler. Es decir, el fantasma resultó siendo un hombre con traje especial.

La sonrisa terrorífica

Verónica despertó en un día especial, ya que era su cumpleaños, el cual para cualquier niño es probablemente el mejor día del año. Su madre la despertó con besos y la felicitó, al igual que le preparó su desayuno favorito.

En su colegio, Verónica fue felicitada por todos sus compañeros y profesores, quienes le regalaron sus dulces favoritos.

Al llegar a casa, el padre de Verónica le tenía una sorpresa especial, que le había prometido para su cumpleaños, además de invitar a sus mejores amigos a una pequeña fiesta. Muy pronto el timbre de la casa sonó y Verónica salió corriendo a abrir. Se trataba de un gran payaso que le iba a alegrar la tarde.

No obstante, la pequeña Verónica se asustó bastante, pues nunca había visto un payaso en persona, apenas los veía en televisión.

El payaso estuvo toda la tarde intentando alegrar a los pequeños, en especial a la cumpleañera. Aun así, su aspecto no le ayudaba mucho, porque su sonrisa y ojos se tornaban terroríficos.

El payaso tuvo un descanso y se fue a cambiar al baño de la casa para ofrecer la última parte de su show. Sin embargo, la puerta quedó entreabierta, por lo que Verónica alcanzó a observar lo que sucedía.

Verónica observó que el payaso tenía unos pies más grandes de lo normal y una gran bolsa con juguetes de todo tipo.

El payaso se percató de que la niña lo observaba y la empezó a seguir por toda la casa, hasta que ella encontró a su padre, quien atrapó al payaso, que resultó siendo un ladrón de juguetes.

La criatura del desván

La primera noticia que se tuvo en el pueblo de la criatura del desván surgió después de que un niño subiese a buscar un viejo libro. Todo estaba oscuro, pero entre las sombras pudo ver claramente dos ojos que le miraban fijamente, desde lo alto y con una luz terrible. Eran dos ojos grandes, separados casi un metro, lo que daba idea del tamaño de la cabeza de aquel horrible ser que se abalanzó hacia el niño. Ante la situación, el niño lanzó un agudo grito, se dio la vuelta y empezó a correr, pero antes cerró la puerta con llave y dejó al monstruo gruñendo en el desván.

Durante dos días el pueblo vivió aterrorizado. Los gruñidos del desván y los aporreos de la puerta continuaron, y las noticias de las crueldades de aquel “bicho” se extendían por todas partes. El número de tragedias y desgracias aumentaba, pero nadie tenía valor para subir al desván y plantar cara a la bestia.

Al poco pasó por allí un pescador noruego, cuyo barco ballenero había naufragado días atrás. Parecía un auténtico lobo de mar indomable y duro, así que aprovechando que conocía el idioma, los hombres del lugar le pidieron su ayuda para enfrentarse a la horrible criatura. El noruego no dudó en hacerlo a cambio de unas monedas, pero cuando al acercarse al desván escuchó los gruñidos de la bestia, torció el gesto y bajando las escaleras pidió mucho más dinero, algunas herramientas, una gran red y un carro, porque si conseguía su propósito quería llevarse aquel ser como trofeo.

A todas estas condiciones accedieron los del pueblo, que vieron cómo el noruego abría la puerta y desaparecía entre gritos profundos y estremecedores que cesaron al poco rato. Nunca más volvieron a ver al noruego ni a escuchar a la bestia. Tampoco nadie se atrevió a subir de nuevo al desván.

¿Qué sucedió tras la puerta?

Cuando el noruego abrió, pudo ver el ojo de Olav, su enorme y bravo timonel. El ojo se veía también reflejado en un espejo, dando la impresión de pertenecer a la misma cabeza, porque el otro ojo de Olav llevaba años cubierto por un parche. Ambos siguieron hablaron a gritos en su idioma, mientras el ballenero le contaba a su encerrado amigo que aquellas personas temerosas le habían dado tanto dinero que podrían volver a tomar un barco y dedicarse a la pesca.

Juntos encontraron la forma de escapar del desván, subir al carro y desaparecer para siempre. Y así, el miedo de la gente, empobreció a todo el pueblo y permitió recuperarse a los pescadores.

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El hombre con pata de gallo

Pedro Pablo Pérez Páramo, trabajó de sol a sol hasta que a sus 87 años y medio cerró los ojos para siempre. Su generosidad se hizo evidente cuando a su velorio acudieron 2875 personas. Todos lloraban y sollozaban mientras recordaban los actos de bondad del anciano difunto:

— Pedro Pablo Pérez Páramo me arregló el tejado sin cobrar un solo centavo —dijo doña Melba con voz entrecortada.

— Pedro Pablo Pérez Páramo me visitó en el hospital cuando me sacaron las amígdalas —dijo Silverio, el carnicero del pueblo.

— Pedro Pablo Pérez Páramo encontró a mi gato perdido —dijo Juanito, lanzando un chillido tan agudo que fue escuchado en el pueblo vecino.

— Pedro Pablo Pérez Páramo me ayudó a conseguir trabajo y novia —dijo Filiberto, el panadero, mientras se tocaba el corazón.

Que Pedro Pablo Pérez Páramo esto, que Pedro Pablo Pérez Páramo aquello. Todos tenían una historia que compartir entre lágrimas y sollozos. Sin embargo, el que más lloró de todos no musitó una palabra; solo se quedó en una esquina contemplando el féretro.

Todos los acudientes se conocían entre sí, sin embargo, nadie conocía al hombre que más lloraba.

El hombre tenía dos brazos y dos piernas y vestía ropa corriente, pero había algo en él que hacía dudar de su naturaleza humana.

A la mañana siguiente, todos fueron a enterrar a Pedro Pablo Pérez Páramo. En medio de la ceremonia, doña Melba, sin poder resistir su curiosidad, se acercó al hombre desconocido y le preguntó:

— ¿Es usted pariente o amigo del difunto? Se nota que lo quiso y extraña muchísimo.

— Ni pariente ni amigo soy. Es más, nunca lo conocí ni me conoció, pero él hizo algo muy bueno por mí —respondió el hombre con una voz etérea.

Doña Melba se alejó muy confundida, pero no le quitó el ojo en lo que quedaba de la ceremonia.

Entonces, el hombre se agachó para rascarse la pantorrilla. Doña Melba notó claramente que él no tenía un pie sino la pata de un gallo.

Como era bien sabido, Don Pedro Pablo Pérez Páramo todas las noches prendía una veladora por los seres más perdidos del mundo.

Y se cree que los seres más perdidos son los fantasmas y solo ellos deambulan errantes por el mundo con una pata de gallo.

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Cinthia Flores

Fotógrafa y reportera.